La última semana de 2022 estuvo en cuanto a funas, cancelaciones, y odios varios, a la altura del resto del año. De alguna forma resumió a la perfección un año en que descubrimos que la gente que escucha la misma música, lee los mismos libros y vive en el mismo país que tú, son tus enemigos irreconciliables.
Este odio que es en cierta parte producto de las formas en que están estructuradas algunas redes sociales, ha conseguido estas últimas semanas cristalizarse en gestos y actos. Ahí está Pancho Malo y sus acosos intimidantes a todos los políticos que no le gustan. Ahí está la legión de ciclistas furiosos que desfilaron tal camisas pardas o negras de ayer no más, ante la casa del profesor de castellano y líder de los Amarillos por Chile, Cristián Warnken.
No conviene minimizar estos gestos como tampoco la tempestad de odio que sufrieron esta semana las periodistas Mónica Pérez y Leslie Ayala. Esto, sumado a los clientes habituales Iván Poduje y cualquier exconvencional que se asome a las redes. Por cierto, se puede opinar sobre el trabajo de cada uno de los nombres enumerados y criticar con todo el sarcasmo y la virulencia que se quiera (este es una de las razones de ser de este espacio).
Pero en general todo lo que se puede decir sobre los actos o ideas de todos los personajes públicos, queda en Twitter dicho en pocas horas. Lo que sigue por días y días es una acumulación de los mismos insultos, infundios y chistes fáciles, una y otra vez hasta la náusea. Tantas veces lo mismo que, avergonzados quizás de su falta de originalidad, pero incapaces de innovar, los recién llegados a la hoguera, solo acentúan la intensidad del odio que convierte al ser odiado en un muñeco sin sangre ni carne de verdad, al que se puede demoler, escupir y destrozar sin la menor piedad.
Esa deshumanización del odiado y su conversión en un muñeco es uno de los principales peligros de la democracia posmoderna. Es lo que la puede convertir en cualquier momento en una tiranía. ¿Qué se ama cuando se ama? Se preguntaba el poeta Gonzalo Rojas. Uno tendría que preguntarse también ¿Qué se odia cuando se odia? La respuesta en ambos casos es la misma. Uno odia y ama, siempre algo suyo, que quiere sentir como ajeno. Uno odia y ama un reflejo que quisiera quitar del espejo. Los que odian a Cristián Warnken, por ejemplo.
Recopilando lo que dicen de él concluyo que lo odian porque consideran que no representa a nadie, pero llega igual a todas las mesas de negociaciones. Lo odian también porque estiman que se las “da de culto”, de puro, de bello, de santo. Lo odian por pertenecer a la elite cultural y desde ella decir lo que está bien y lo que está mal para los demás. Flor de proyección, diría un psiquíatra callejero.
¿Tiene sentido criticar a alguien por no ser representativo cuando en tu avatar de Twitter te enorgulleces de ser solo del 38% de los chilenos? ¿Se puede abominar a alguien por considerarlo un “elitista de mierda”, cuando todos los días le recuerdas a la mayoría de los chilenos que son ignorantes, manipulables, que los engañó la prensa vilmente? En cuanto a la soberbia de los artistas, ¿no fue esa misma soberbia la que le costó muchos votos al Apruebo en el plebiscito con el acto de sacarse una bandera chilena del trasero?
Odian a Warnken porque se ven a sí mismos en ese espejo. Un reflejo que falla, sin embargo, en algo esencial: Warnken es un hombre valiente, que es lo que nunca será esa leva de ciclistas acosadores. Cobardes que creen que pedalear les da alguna forma de superioridad moral que de alguna forma quieren dejar en claro que la calle es suya y solo suya. Gente que al no poder evitar a la circulación de las ideas, piensan que puedan evitar la de los cuerpos.
Roberto Bolaño, al que la mayoría de los que odian a Warnken conocieron gracias a las estupendas entrevistas que éste le consagró en televisión, decía que el coraje, el coraje hasta físico, era lo único que realmente debería interesarnos. Dios sabe que hay que tener coraje para romper con la aprobación más o menos servil del ambiente cultural chileno. Ser mal mirado en las fiestas buenas ondas donde todos son lindos y conscientes y luminosos y donde Warnken, era, sin necesitar decir nada, el sobrino del incuestionable poeta Enrique Lihn que logró caerle mal a Fidel y a Pinochet, ser incómodo en la izquierda y paria en la derecha.
En Chile no hay más que un buen negocio que es callarse y hacer lo que tus cercanos hacen sin preguntar por qué lo hacen. Cualquier otra cosa es siempre un riesgo innecesario que en el caso de los Amarillos por Chile (mal nombre) tuvo como consecuencia el chantaje moral de los primeros líderes del Apruebo, que pensaban usar de nuevo el fantasma de Pinochet y convertir esta elección en otro Sí y No de 1989.
Estrategia cobarde y falsa si las hay, que en buena hora los Amarillos, y Ricardo Lagos y Javiera Parada y Oscar Landerreche y un etc no muy largo lograron desbancar, salvando a la izquierda chilena de un suicidio asistido, y permitiendo al mismo tiempo que Gabriel Boric pudiera por fin gobernar. Posibilidad que el Presidente vuelve a desperdiciar al indultar los únicos presos que indudablemente merecen estar en la cárcel, los que atentan contra la democracia de todos.
La Nueva Constitución fue mucho más que una batalla política, fue una guerra cultural que aún sigue matando ideas y autores y libros de ambos bandos. Eso es lo que la hizo apasionante y terrible. En ella Warnken hizo una apuesta y la ganó. Dijo un par de verdades que siguen siéndolas. Que sus poemas no me gusten nada y sus columnas me den el mismo placer que morder hielo, no tiene la menor importancia. Como escritor tengo todas las dudas del mundo, pero no cabe duda de que como político Warnken consiguió mucho con casi nada. Lo saben más que nadie sus enemigos y por eso van a su casa a asustarlo. Lo asustan porque le tienen miedo, lo que es ridículo pero viene a confirmar quizás que el odio no es el reverso del amor, sino el reverso de la admiración. O es más bien el fruto de la incapacidad de admirar, una incapacidad que es quizás la más triste y chilena de todas.
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