Justo al lado derecho de Ricardo Lagos, en la famosa secuencia en que yergue su dedo contra el dictador, se podía ver una bella figura, pálida y delgada que parecía haber salido recién de la adolescencia, pero con toda la seriedad de un adulto. Se llamaba Carolina Tohá. Tenía 23 años.
Esta imagen es la prueba de lo profundamente unida que esta Carolina Tohá con el destino de Chile y su historia. Como ella siempre explica, no escogió la política, sino que la política la escogió a ella. O más bien fue para ella un destino inevitable. Hija del ministro de Allende, José Tohá, conoció desde la infancia la represión, el exilio, la clandestinidad, y la lucha. Pero no hay en ella ni un ápice de amargura, de rabia, de impotencia. Algo, que puede deberse a la relación privilegiada que mantiene con su madre, le dio la fuerza de no culpar a los culpables sino de buscar cómo salir de la noche que tan temprano se abalanzó sobre su vida.
Desde que fuera dirigente estudiantil en la escuela de derecho a mediado de los años ochenta, tomó el partido de los “moderados”, es decir, de los que creían en la vía política y no la militar para acabar con la dictadura de Pinochet. Fundó con un puñado de ellos el PPD a comienzo de la década de los noventa, década en que permaneció en un bajo perfil muy afín a su carácter serio, sobrio, estudioso, enemigo de los aspavientos y las exageraciones.
Ni un gramo de grasa, articulada en cuerpo y alma, Carolina Tohá volvió a la política activa cuando Ricardo Lagos, su vecino del plató de “De cara al país”, llegó a ser presidente. Estuvo desde entonces siempre donde la necesitaron. Subsecretaria, diputada, ministra, alcaldesa. Que Carolina Tohá no haya llegado a ser presidenta se debe en parte a que no tiene nada de la ambición desbordante que se necesita para comerse el mundo (Carolina es vegetariana). Pero también a un exceso de lealtad que en tiempos de Twitter resulta una forma de ingenuidad. Así no le importó inmolarse por la segunda campaña de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, sabiendo que perdería irredimiblemente. Lo mismo que hizo ahora con la campaña del Apruebo, consciente como nadie de las debilidades del proyecto, pero poniendo por encima de todo la salud de la izquierda, su unidad, su capacidad de articularse después de la derrota.
No hay nada que no la honra en esa defensa de lo indefendible. Su lealtad al proyecto que le costó la vida a su padre y diezmó a su generación. Una generación de la que solo queda ella, más o menos en pie, es incuestionable. ¿Pero será realmente útil acompañar a los tuyos en el error? ¿No será más leal decir de pronto, “esto no, hasta aquí no más llegamos”? ¿No fue eso parte de la tragedia en que murió su padre? ¿La incapacidad de Allende de marcar la frontera de su proyecto y ser firme ante el desborde de los demasiado entusiastas? Demasiado entusiasmo que era una diferencia fundamental en los medios, es decir, en los fines de la acción política. Porque el MIR no quería lo mismo que Allende, como la Lista del Pueblo, algunos sectores identitarios de FA, o el PC de Jadue; no quieren lo mismo que Boric. ¿Podrá Carolina, esta mujer de unidad y alianza, escenificar ese inevitable divorcio?
Carolina Tohá tiene para eso que renunciar a lo que se podría llamar el síndrome del papá permisivo, o papá buena onda, o papá progre o papá Castillo Velasco. Lo explica mejor que yo el filósofo esloveno Slavoj Zizek. Para este no hay nada peor que esos padres que en vez de decirle a sus hijos que tienen que ir a ver a los abuelos “porque sí”, intentan convencerlos a través de argumentos sentimentales, para que los nietos “quieran” ir a ver a sus abuelos. Para Zizek ese tipo de padre pierde el respeto de los hijos al chantajearlos sentimentalmente, perdiendo al mismo tiempo la autoridad que nace siempre de algún grado de arbitrariedad. No ayudan a los niños ni a los abuelos, solo alivian su conciencia del peso de ser adulto.
Es imposible convencer a los estudiantes del Instituto Nacional que no quemen su propio colegio. Es imposible de convencerlos porque saben que lo que hacen es absurdo y lo hacen por eso, porque es absurdo. El que arrasa con un paradero sabe que significa para sus padres o sus tías más desorientación y caos, pero eso es lo que quiere.
La izquierda moderada cree que en el fondo todos somos razonables, solo que no lo sabemos (de ahí su fracaso en la convención). No entienden que no todos quieren que el cuento termine bien, que no todos quieren mejorar sus vidas y la de los demás, que muchos piensan en el “cuanto peor, mejor” y “agudizar las contradicciones” de algunos trotskistas.
Respetar a alguien que quiere fracasar y destruirse, es ayudarlo a hacerlo más rápido. La cárcel para los pirómanos del estallido no es solo un acto de justicia, sino de caridad. Si quemas el Metro, estas gritándole al mundo que quieres estar en la cárcel, es un acto de bondad regalarte lo que quieres. Cruel, al revés, es darle a quienes odian al estado en todas sus formas, el papel de escribir una Constitución que tiene como finalidad organizar al estado.
Mas allá de la mano dura o blanda en el tema de seguridad, mi modesto consejo a la que espero sea algún día presidenta de la República es que confíe más en su instinto y menos en los consejos (incluso éste). Que se despeine el pelo muy corto que lleva, que no trate de ser perfecta, ni buena onda, que no siga respetando a los profesores, que aprenda algo de egoísmo y deje de querer estar en lo cierto para abrazar la vibración rara de una realidad en eterno movimiento, en que equivocarse es lo único certero que se puede hacer.
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