Hay algo de gato en Camilo Escalona. Una manera de escapar a las preguntas, de buscar sus propias respuestas, que convierte entrevistarlo en un desafío mayor. No es que no suelte titulares, pero lo hace siempre dentro de una prosa socialista, marxista-picaresca, controlada y ajustada en todas sus piezas. Una forma de hablar que le permite controlar a la perfección qué quiere o no quiere decir.
No sube la voz casi nunca. No la baja tampoco, no mira a los ojos, sonríe de contrabando mientras va lanzando pullas, subtextos, entre eslóganes, ordenes de partido. Así desarrolla una tesis y una antítesis y una síntesis mientras va preparando una coyuntura en que pueda escaparse por los techos de las preguntas más quemantes.
Es en el debate que su manera de argumentar, aprendida desde la militancia en la educación segundaria, se desarrolla de manera más acabada. Dirigente del liceo 6, el mismo donde estudiaron Los Prisioneros, se enfrentó de adolescente a gente como Andrés Allamand o Miguel Salazar. Aprendió a no ponerse nervioso con nada, pero sí a deshilachar los discursos ajenos hasta dejarlos en un hilo que podía cortar por lo más delgado.
Nacido y criado en San Miguel, algo de la tierna dureza del mundo obrero, algo de esa desconfianza campesina que se infiltra hasta el corazón de Santiago, se añadía como un arma impensada, a su arsenal de guerra. Una complicada mezcla argumental, que solo vi impacientarse una vez, en un debate televisivo con Hermógenes Pérez de Arce, en muchos sentidos su exacto contrario.
De largas pestañas, anguloso e irónico, a Escalona lo terminó de construir la clandestinidad en la que terminó su adolescencia. Muchos de sus compañeros de las juventudes socialistas murieron en los primeros años de la dictadura. Otros quedaron pulverizados por la tortura. Él se fue a Alemania del Este para volver a Chile con identidad falsa y chequeo y contra chequeo.
Mirar quién camina en tu espalda, preguntar muy bien de dónde viene el compañero que por cierto nunca se llama como dice que se llama. La desconfianza fue entonces su sello, como la lealtad al partido que se convirtió en la única familia que le quedó en pie después de la guerra.
Pasó por distintas corrientes del socialismo para quedarse con la suya, el Escalonismo, que se podría definir como un anti Altamiranismo esencial. Es decir, una desconfianza total en cualquier soñador de clase alta que quiere ir siempre más allá de las “condiciones objetivas” de la lucha. Una especie de realismo que no toma a veces en cuenta que el socialismo sin ilusiones es cualquier cosa menos socialismo.
Escalona ha querido ser muchas veces la voz de la responsabilidad en un partido cuya esencia es justamente irresponsable, nocturno, desordenado, y plural. Ha sido también la voz de la clase obrera en un partido en que estos siempre se mezclaron con “pijes”, enloquecidos o no, de Matte a Allende. Ese anarquismo con orgánica leninista que es la razón del éxito y de los múltiples fracasos del socialismo chileno, es algo con lo que le ha costado lidiar a este socialista esencial que es Camilo Escalona. Sus intentos de ordenar el partido y disciplinarlo han chocado con la libertad esencial que necesitan los socialistas para no sentirse comunistas, y con la necesaria orgánica para no sentirse PPD.
Castigado por Lagos, intentando siempre salvar a la presidenta Bachelet, entusiasta de la nueva constitución (un proceso que él comparo a “fumar opio”), uno no puede dejar de sentir nostalgia por un tipo de político que se pensaba en colectivo. Un político que se conjuga en “yo” plural que es también un “yo” histórico. Un tipo de político que apuesta a un movimiento mayor tragándose a veces sus rabias y otras sus odios para colaborar con un gobierno que hizo del desprecio a su generación su único motor.
Pero por más urgente que sea la nostalgia, esta no deja de ser una trampa. Uno baila la música de los ochenta porque es divertida y artificiosa pero no puede olvidar que esta fue, no solo en Chile, una época oscura que desmontó los servicios públicos y arruinó a la clase media mundial. Lo mismo pasa con los noventa, época de crecimiento sin fin, pero también de pequeñeces y egoísmo infinito. Otro tanto pasa con las primeras décadas del 2000, una época que nos puede parecer, a la luz de las penurias actuales, paradisiaca, pero que en muchos sentidos engendró nuestros actuales problemas.
Escalona es un político de verdad, en mundo de políticos “en rodaje”, pero no quita que su proyecto haya fracasado en lo fundamental. La mayor parte de los conflictos que la izquierda está llamada a entender antes que nadie, los de desigualdad, los del orden urbano, los de la constitución, los de la inmigración, se hipotecaron a cambio de una paz que solo prolongó la guerra. Candidaturas como la segunda de Eduardo Frei Ruiz Tagle o la primera de Alejandro Guillier, o la misma segunda parte de Michelle Bachelet, fueron el ejemplo visible de una generación, la de Escalona entre otros, que no quiso darle el paso a sus hermanos menores (desde MEO a Carolina Tohá), de puro miedo a perder el control.
¿En qué momento el realismo se convirtió en mezquindad? ¿Cuándo la desconfianza se convirtió en ninguneo? ¿Cuándo la lealtad se convirtió en desprecio? Todas estas son preguntas que debe hacerse hoy la centro izquierda chilena si quiere seguir gobernando el país (y todo indica que solo ella puede hacerlo). Algo de estas preguntas las esboza Escalona en alguna de sus entrevistas recientes, pero creo que falta una vuelta de tuerca para que encuentre las respuestas.
Por mi parte, como observador de la política, no puedo dejar de preguntarme si la izquierda chilena podrá construir mañana cuadros tan completos y complejos, populares y cultos, orgánicos e inorgánicos, como Camilo Escalona.
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