De entre todas las historias que hacen de “Miedo en Chile” de Patricia Politzer (1985) un clásico imprescindible del periodismo nacional destaca la de un joven militante del MAPU que en la mañana del 11 de septiembre quemó en el patio de su casa todos los libros comprometedores y documentos. Ese mismo joven se convierte en la Universidad Católica en uno de los líderes del gremialismo, el principal apoyo político del régimen militar.
Ese joven asustado que descubre en dos años los dos lados de la luna es, lo habrán adivinado ya, el ahora cuestionado Andrés Chadwick Piñera. En la transformación que cuenta con sinceridad y candor el libro de la Politzer, dos hombres son clave: El primero es su cuñado José Antonio Viera Gallo que lo acerca a las ideas del MAPU que él también profesa por entonces. Hábil, instruido, astuto, y profundamente cristiano, fue fácil para el adolescente Chadwick encontrar en él un modelo.
El golpe militar y el exilio le quitaron ese referente bruscamente. Huérfano de padre, de padre espiritual, porque el verdadero, el conservador de bienes raíces de Santiago Don Herman Chadwick Valdés, nunca dejó de tener un enorme peso en su vida, encontró en Jaime Guzmán alguien en quien creer ciegamente. Pudo ejercer con él enteramente la que es su verdadera vocación: la de discípulo amado.
Leal siempre más a una persona que a una causa, leal al poderoso más que al poder que nunca ha ejercido en solitario, quizás porque supo que lo suyo era ser ministro, director, coronel, pero nunca general.
Esa necesidad de seguir a un líder, de ponerse a la merced de un jefe, explica, mucho más que el parentesco, su relación simbiótica con el expresidente Sebastián Piñera. Provenientes los dos de la burguesía serenense (una burguesía mitad colonial, mitad pirata), los asistía a los dos la urgencia genética de triunfar en Santiago.
Pero su parentesco solo empezó a ejercer importancia en su vida cuando el primo Sebastián se hizo presidente y necesitó un ministro en quién confiar más allá de cualquier confianza humana. Uno dispuesto a seguir de ministro del Interior cuando no tenía fuerzas ni de levantarse.
Sus modales apostólicos, su voz y pinta de obispo, logran confundir a quienes creen ver en él a un moderado y dialogante negociador. Chadwick es un hombre que detesta los conflictos, pero que no ha hecho otra cosa, debido a ese fanatismo de fondo, que meterse en líos que cada cierto tiempo destruyen sus fuerzas y lo devuelven al adolescente escrupuloso y culposo.
El cuero duro que se les atribuye a los políticos es un mito más, como es un mito que la política es sin llorar. Andrés Chadwick al menos no tiene la piel dura sino el cutis herido, accidentado, envejecido, pero sin arrugas. La estructura de su rostro es la de un recién nacido, aunque las cejas de preocupación constante dejan en claro que ya nació y que el parto es, cualquier cosa, menos indoloro.
Si no llora por fuera lo hace por dentro, aunque el sentido del deber que se mezcla con una necesidad de estar cerca del poder lo obligan a salir de sus propios escrúpulos, dudas y tormentos y levantarse y seguir maquinando, negociando, influyendo. Eso, sobre todo, influyendo.
Nada se parece menos a Chadwick que el tono de chirigota y chistes de colegiales con que Hermosilla y Guerra especulan con su nombre. Nada se le parece menos, para no ir más lejos, que el propio Luis Hermosilla, expansivo en todo lo que Chadwick es reservado, audaz en todo lo que Chadwick es cauteloso, desacomplejado en todo lo que Chadwick es complejo. Y, sin embargo, es uno de sus amigos más íntimos, compañero de techo y consejero a todo evento. Una amistad que nació bajo el signo de la picardía, pero que parece ir hacia el de la tragedia de equivocaciones.
Algunas amistades se basan en la diferencia, pero quizás hay algo entre la de Hermosilla y Chadwick más complejo. Chadwick es un hombre de poder que sufre cuando está en el poder, es un hombre que vive entre millonarios y los defiende, pero que parecía, hasta ahora, no interesarle nada el dinero.
Andrés Chadwick es así en muchos aspectos alguien que no se parece del todo a Andrés Chadwick y por eso la indignación con que se defiende hoy es sincera, como es sincera la manera en que dejó que su nombre circulara donde nunca debió circular. El peor enemigo de Andrés Chadwick parece ser Andrés Chadwick. ¿Cuál de los dos es el verdadero? Hay ahí un nudo que no se cierra del todo, un debate entre la máscara del hombre que la lleva que será apasionante ver desarrollarse en los meses que vienen.
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