Durante el pasado mes de febrero se hizo público el tradicional Informe Anual de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional. Un indicador robusto que mide a 180 países según sus niveles de corrupción en el sector público, mediante una metodología que combina una serie de indicadores y la opinión de actores del mundo de los negocios y expertos en corrupción.
En el caso de Chile, la señal es inequívoca: estamos perdiendo terreno en la batalla contra la corrupción. Como se observa en el gráfico de abajo, para el año 2012, Chile se posicionaba en el top 20 de los países menos corruptos del mundo; sin embargo, hoy estamos en el lugar número 32. Es decir, hemos retrocedido 12 puestos.
Por contraste, Uruguay, que en 2012 también ocupaba el puesto 20 del ránking de países con menos corrupción, ha logrado mejorar su posición en estos 12 años hasta llegar al número 13, quedando cerca de ingresar al top ten de los países menos corruptos del mundo. Desplazando incluso a Canadá como el país percibido como menos corrupto del continente americano.
Ránking de percepción de corrupción Transparencia Internacional. Chile y Uruguay (2012-2024). Fuente: Elaboración propia a partir de datos Transparencia Internacional.
¿Qué ocurrió en el camino? ¿Cómo se explican estas trayectorias tan divergentes?
Chile ha perdido terreno en el combate a la corrupción debido a una serie de casos de alta connotación pública que han involucrado principalmente a municipios de diverso color político, al gobierno central (Caso Convenios), pero también a otros poderes del Estado, como el Poder Judicial (Caso Audios).
La percepción de que no éramos un país corrupto y destacábamos en la región produjo una falsa sensación de seguridad respecto de la posibilidad de que casos aislados de corrupción se tornaran cada vez más usuales. Mientras tanto, de manera soterrada, complejos esquemas de corrupción sistémica se expandían.
Por el contrario, el “milagro” uruguayo en el combate a la corrupción se debe principalmente a una institucionalidad estable y robusta, que, a diferencia del caso de Chile, sí ha sido capaz de desafiarse a sí misma.
En el país oriental se han incorporado estrictos lineamientos de ética pública, una cultura de tolerancia cero al soborno en la función pública junto a sofisticados métodos de inteligencia y gestión de datos, esenciales en la lucha contra nuevas formas de corrupción vinculadas principalmente al lavado de activos; todo dentro de un consolidado ecosistema de gobierno abierto en el marco de una democracia plena. De hecho, esta semana el Democracy Index de The Economist posiciona en su última edición a Uruguay como la única democracia plena del Cono Sur.
Tanto para recomponer nuestro preocupante status de desafección democrática como para volver a hacer de nuestro país un destino confiable y atractivo para la inversión con el propósito de volver a crecer, enmendar el rumbo en la lucha contra la corrupción es una condición necesaria.
La corrupción avanza donde la voluntad política para combatirla retrocede: Uruguay lo entendió, Chile aún no.
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Estar incómodos, implica reconocer que, aunque hemos avanzado, aún queda mucho por hacer. Es sacarnos la venda de los ojos y entender que el “verdadero progreso” no se mide solo en cifras, sino en la capacidad de construir una sociedad más justa, donde todos tengan la posibilidad de vivir con dignidad.