Habiendo transcurrido ya 5 años desde el 18 de octubre de 2019, debiéramos estar en condiciones de analizar desapasionadamente lo ocurrido y extraer sus lecciones.
Sería ciego desconocer que la delincuencia aprovechó la circunstancia para desplegarse, pero es ponerse anteojeras ideológicas asimilar lo ocurrido a un estallido delictual, como lo hacen no pocos personeros de la derecha y el empresariado.
Es evidente también que el estallido tuvo un componente importante de radicalismo político, de protesta anticapitalista y voluntad de reemplazo del sistema económico y político vigente, lo que entusiasmó a algunos en la izquierda a ilusionarse con la posibilidad de derrocamiento del gobierno democrático y el inicio de una revolución bolivariana. Tampoco se puede desconocer su dimensión antisistema, la expresión de los excluidos y su voluntad de destrucción de las instituciones y de rabia contra las élites políticas, económicas y sociales.
Pero a mi juicio, ni el aprovechamiento de los delincuentes, ni el radicalismo político anticapitalista, ni la protesta antisistémica son los componentes principales del estallido social más masivo y significativo de nuestra historia contemporánea.
Es contraintuitivo, pero las grandes protestas, rebeliones y revoluciones no tienden a ocurrir cuando los países son más pobres y campea la miseria generalizada, sino más bien cuando han crecido sostenida y aceleradamente por un periodo suficientemente prolongado para producir un crecimiento correlativo de las expectativas ciudadanas, y la economía comienza a desacelerar su crecimiento y estancarse. En la situación de Chile, mientras las expectativas continuaron creciendo al 8%, la posibilidad de responder a ellas crecía al 2%, produciéndose un desajuste y una fricción que termina por producir chispas que encienden la hoguera.
La dimensión principal del estallido, en mi opinión, es el reclamo al capitalismo por sus promesas incumplidas, es el reclamo masivo de una población que progresó durante varias décadas y que experimenta la angustia del riesgo de estancamiento en la posibilidad de continuar haciéndolo o derechamente de retroceder en su calidad de vida. Nada más fuerte para quien con muchísimo esfuerzo ha salido del barro que el riesgo de volver a caer a éste.
Esto conversa y se potencia con un déficit estructural de nuestro desarrollo, cual es que la modernización económica y el desarrollo político institucional no se acompañó de un desarrollo social correlativo, más bien en las últimas décadas la integración social y la meritocracia han retrocedido.
Es un hecho que toda la población vive hoy significativamente mejor que en los años sesenta u ochenta, pero lo hace en una sociedad más segregada aun, por efecto combinado de la deslocalización de los ochenta que separó territorialmente a los chilenos de distintas condiciones sociales y a la decadencia progresiva de la educación pública como espacio de integración social. El sentimiento de ser parte de un mismo país y la posibilidad de compartir objetivos comunes dejó de ser una evidencia y pasó a ser uno de los desafíos principales de hoy.
No es casual que el cemento unificador de la gran diversidad de demandas que convergieron circunstancialmente en el estallido, haya sido el concepto de Dignidad. No se trataba, entonces, sólo de demandas materiales y concretas, sino también, y muy fundamentalmente, un reclamo de pertenencia y reconocimiento.
Hay quienes piensan que fue el estallido social el que provocó la situación de deterioro posterior de las condiciones de nuestro país, pero la verdad es que el estallido es consecuencia y no causa de la degradación progresiva de nuestra capacidad de crecer, de la incapacidad creciente de la democracia para concordar reformas que apunten a resolver los problemas sociales acuciantes y del conformismo de una élite dirigente que no asumió los cambios que ella misma había provocado en la sociedad chilena y permaneció anclada en ideologías y disposiciones que fueron útiles en el pasado pero que se revelaron inadecuadas para enfrentar los problemas actuales.
Es cierto que estos cinco años tienen algo de años perdidos. Pero seamos sinceros. Eso se debe en gran parte a que la élite política, con la connivencia de la élite económica, desistió de responder al estallido concordando un paquete relevante de reformas que sacaran al país del sentimiento de estancamiento de la democracia y su delivery, y optaron por tirar la pelota al córner, alimentando la ilusión tan característica de Chile de que los problemas se resuelven siempre con leyes, iniciando un largo y accidentado proceso para generar una nueva ley de leyes. Fue como si la élite política sacara a pasear a los chilenos durante dos años, tres plebiscitos y dos elecciones de convencionales, para regresar finalmente al punto de partida, que es la necesidad imperiosa de concordar reformas económicas, sociales y políticas que permitan retomar la senda del desarrollo.
Lo más importante, a 5 años del estallido social, lo relevante es si podemos, desde distintas posiciones en el tablero social y político, extraer lecciones comunes y sellar compromisos de disposición y acción futuras. Por eso es tan valiosa la declaración “Aprender por Chile”, suscrita por personeros que van desde la UDI al Partido Socialista, expresando su rechazo absoluto a la violencia como instrumento para generar cambios, su compromiso irrestricto con el respeto al estado de derecho, la valoración del indispensable crecimiento económico y la búsqueda de acuerdos para reformas que conduzcan a un continuo progreso social.
Porque, más allá de nuestras diferencias respecto del pasado y también del presente, recuperar las condiciones para retomar el camino de una sociedad que brinde seguridad y perspectivas de futuro para sus habitantes exige de su élite dirigente disposición renovada a salir de sus trincheras para construir acuerdos nacionales para abordar los principales problemas del país y de su gente.
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