Tras un desastroso final, el presidente Biden sostuvo que Estados Unidos nunca pretendió instaurar el sistema democrático occidental en Afganistán, que incluía por cierto un mayor respeto a los derechos de las mujeres, sino simplemente castigar al terrorismo e impedir nuevos atentados en territorio americano..
Si bien es cierto que la motivación para invadir Afganistán nació como respuesta a los atentados del 11/9 ejecutados por militantes de Al Qaeda, organización que obtenía refugio y apoyo de los gobernantes talibanes, es indiscutible que una vez instalados allí, empieza a manifestarse el virus del mesianismo occidental, consistente en intentar imponer por la fuerza un régimen “democrático liberal” y una “economía de mercado”, sin consideración a la realidad política y cultural del país.
La opinión pública occidental asume como un hecho positivo, necesario, casi un deber moral, el esfuerzo anglo norteamericano por quedarse después de la invasión a “reconstruir las instituciones del país”, lo que en la práctica se traduce en dar origen a un gobierno que les sea leal y a un ejército que dependa de sus municiones y tecnología.
Para el mundo musulmán, en cambio, y especialmente los habitantes de Afganistán lo que han visto es la presencia invasiva de un ejército extranjero que no habla su idioma ni cree en su dios, que se arrasa poblados con bombardeos que consideran un daño colateral la muerte de civiles, y ven como los invasores asisten generosamente a gobernantes corruptos. Claro, también han visto progresar los derechos de las mujeres y la nueva posibilidad que conquistaron de educarse y trabajar.
Era evidente que la prolongada aventura afgana podía terminar mal. Lo sabía Obama que prometió salir de Afganistán, lo vio venir Trump que negoció directamente con el talibán la evacuación de las tropas norteamericanas, y lo sabía Biden, quien tuvo el valor de asumir los costos. Quienes nunca lo sospecharon fueron George W Busch y Tony Blair, imbuidos del ánimo profético -tan propio de la tradición cristiana- que los llevó a quedarse más allá de la misión original e intentar “enderezar” al país musulmán.
Ciertamente para el mundo occidental resulta intolerable la situación a que los talibanes someten a la población afgana y muy especialmente a las mujeres adultas y niñas, haciendo del abuso e irrespeto a sus derechos humanos un asunto identitario. Sin embargo, liberarse de estas ataduras medioevales es algo que solo los afganos pueden y deben hacer, y ha sido evidente en estos días que no es con los billones de dólares americanos ni con el ejército más poderoso del mundo que lo podrán lograr en forma estable y duradera.
El talibán ha asumido el poder con declaraciones de buenas intenciones, de respeto a las conquistas de las mujeres y negando que vaya a buscar revancha con quienes colaboraron con Estados Unidos. Sin embargo, una cosa es lo que digan los líderes en el exilio, y otra muy distinta lo que está en la memoria de la población y lo que pasando en las calles de las ciudades y pueblos en manos del talibán. Los líderes han aprendido de la experiencia. Saben que necesitan un contexto sino de apoyo al menos de respeto a nivel internacional y regional. China y Rusia parecen muy disponibles a otorgárselos sin demasiadas preguntas, mal que mal, dirán: cada país tiene derecho a definir su forma de gobierno.
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En el fondo, escuchar a Beck es como comerse una carbonada deliciosa, que tiene el cilantro justo, donde los cuadritos de carne milagrosamente no se han recocido, en la que cada grano de arroz está intacto y que aunque la hayamos comido cientos de veces, cada vez aparece algo nuevo.
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