Existe en Latinoamérica en general y Chile en particular una pulsión por responsabilizar al Estado de todo lo bueno y lo malo de nuestras sociedades.
La izquierda habla del Estado como si se tratara de una entelequia; como si fuera un objetivo ideal en sí mismo, tuviera vida propia y bastara con utilizar el concepto para saber de qué hablamos cuando hablamos “del Estado”. Por su parte, muchos en la derecha miran al Estado con suma desconfianza: como una superestructura que restringe el rol de la sociedad civil, trabando su autonomía y libertad. Para los primeros, la sociedad depende del Estado y para los segundos, el Estado debe abstenerse lo más posible de intervenir en la realidad social.
Ocurre algo parecido con el mercado: cierta derecha se ha acostumbrado a hablar de él como si se tratara de un mundo perfecto, disociado tanto del espacio fáctico en el cual se desenvuelve como de aquellos que lo conforman. Así, mientras la izquierda compara las bondades del Estado contra los vicios del mercado (donde siempre triunfa el Estado), esa derecha contrapone las bondades de un mercado supuestamente perfecto con los vicios de un Estado naturalmente imperfecto (donde siempre triunfa el mercado).
Por supuesto, el día a día y los contextos sociales enseñan que ambas posiciones son radicalmente simplistas.
El Estado no es un maná que cae del cielo: hay que pensarlo, diseñarlo y construirlo. Y para ello es importante reconocer que su institucionalidad depende de los seres humanos de la misma manera que éstos dependen del contacto y los nexos interpersonales que se desarrollan en espacios y tiempos determinados.
En palabras de la historiadora francesa Annick Lempérière: “sabemos que ‘el Estado’ no actúa, el Estado no recoge impuestos, no recluta soldados y sabemos que ‘la administración de justicia’ no es la que administra la justicia. Son hombres [y mujeres] muy concretos los que desempeñan todas estas funciones del Estado”. En efecto, las instituciones estatales son lo que son porque ellas han sido creadas por personas que tienen intereses y objetivos específicos.
Esta es la razón de por qué la discusión sobre “más o menos Estado” es poco sustanciosa: al ser las necesidades variadas y múltiples, no es verdaderamente útil decretar de arriba hacia abajo la extensión o la disminución de lo estatal, como si el Estado se comportara monolíticamente y las diferencias -geográficas, demográficas, culturales- no importaran. ¿Más o menos subsidiariedad? ¿Más o menos solidaridad? Dependerá de cuáles sean las urgencias de cada país.
Por otro lado, el objetivo primario del mercado es la asignación de recursos entre los miembros de la sociedad, para lo cual es indispensable que exista un intercambio libre entre ellos. Esa misma libertad debe ser regulada, sin embargo, para asegurar el correcto funcionamiento del mercado, lo que es lo mismo que decir que, al igual que el Estado, el mercado necesita de ciertas instituciones -es decir, de la intervención humana- que fiscalicen su actuar. Creer que el mercado se autorregula por arte de magia es tan ingenuo como sostener que todo tipo de Estado es esencialmente bueno y deseable.
El principal límite del mercado está dado por dos realidades que hacen imposible que sus condiciones ideales de suficiencia se configuren. La primera de ellas es material: no existen mercados perfectos, como tampoco una igualdad o asimetría total entre todos sus agentes. La segunda es ética: al estar conformado por personas, el mercado está sujeto a las distintas conductas humanas, entre las que, claro está, cabe la corrupción. De ahí que muchos de los problemas del mercado no sean problemas intrínsecos de éste, sino derivados del comportamiento de los individuos y grupos sociales.
Así, pues, estudiar y definir al Estado y el mercado -y, por tanto, no dar por sentada su existencia ni su supuesta idoneidad- es un deber metodológico ineludible. Es en ese ejercicio de reflexión donde encontraremos respuestas a preguntas que muchas veces están en el corazón de nuestro diario vivir: ¿son las responsabilidades del Estado las mismas que las de los gobiernos? ¿Son el Estado y el mercado capaces de garantizar por sí solos la multiplicidad de bienes y servicios de las sociedades complejas?
A riesgo de simplificar una discusión que podría llenar bibliotecas enteras, me parece que a la sociedad chilena le urge replantear la relación histórica entre el Estado y el mercado, y comenzar a responder esas cuestiones dejando de lado el maniqueísmo de los últimos años. Chile requiere una economía basada en el libre intercambio, pero en la que el Estado juegue un papel relevante –ni grande ni pequeño, sino relevante– para corregir las deficiencias y limitaciones propias del mercado.
Este entendimiento conlleva reconocer que el Estado está llamado, entre otras materias, a: (i) generar la igualdad de oportunidades para que el mercado funcione adecuadamente; (ii) redistribuir los recursos para asegurar las condiciones de dignidad de aquellos que no pueden conseguirlos por medio del mercado; (iii) fomentar las condiciones de seguridad y justicia social que protejan a los que se encuentran en una posición de debilidad; y (iv) construir las reglas y controles necesarios para que el mercado actúe bajo un sistema realmente libre y competitivo.
Nada de esto es posible de alcanzar en un gobierno de cuatro años, sino que demanda un compromiso intergeneracional en el que distintas propuestas ideológicas converjan en algunos mínimos comunes que permitan repensar el vínculo entre el Estado y el mercado. La nueva Constitución puede ser un buen lugar desde el cual comenzar.
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