Un exministro de Hacienda solía, con cierta sorna, felicitarme por ser el mejor economista sin cifras que conocía. Según él, lo único que me separaba de Keynes, Hayek o Schumpeter era mi alergia a las tablas de multiplicar. Lo cierto es que, de las cuatro operaciones básicas, solo soy capaz de llevar a cabo dos. Incluso en estas, y usando máquinas de todo tipo, suelo equivocarme. El Excel es para mí tan misterioso como el arameo de los rollos del Mar Muerto, lo que me aleja de cualquier posibilidad de brillar en alguna ciencia o disciplina cuantitativa.
Esta incapacidad matemática básica me ha preservado de creer que puedo saber de economía más allá de lo elemental. Me aleja de aquellos que creen saber algo, quizás el grupo de personas más peligroso en el mundo de hoy: la secta de los inversores fantasmas, los profetas del Bitcoin, los fanáticos de “Felices y Forrados” y los igualmente fanáticos de NO+AFP.
Sé que no sé, sé que nunca sabré. Por eso, la manera paciente con que el ministro de Hacienda explicó los movimientos de caja —por decir lo menos, bruscos— de los últimos meses fue para mí una experiencia no solo necesaria, sino, de alguna forma, urgente. Tan necesaria y urgente que hizo que me preguntara por qué el ministro no lo hizo antes, por qué dejó que el equívoco llegara al punto de tener que explicarle con peras y manzanas a los periodistas económicos presentes en qué consiste un presupuesto, un déficit y un préstamo.
Dejó para otros —aquellos que se saben la tabla del 7 o la del 8 (que nunca pude aprenderme)— la discusión sobre si la manera en que se usaron los excedentes del litio era la adecuada para el momento de desarrollo productivo del país. Si lo que se hizo debía hacerse ahora, después o nunca, me resulta menos importante que el hecho de que el ministro de Hacienda haya tenido que interrumpir sus vacaciones para, visiblemente cabreado, explicarnos que nada de eso es ilegal ni irracional.
Que esta política, equivocada o no, es fruto de cierta racionalidad que el ministro se dio el trabajo de detallar con pelos y señales a una prensa y a una oposición que tampoco parecen saber cómo tomarse vacaciones de sí mismas.
Es su trabajo, después de todo: Porque lo que diferencia a un ministro de Hacienda de un director de presupuesto o de un consejero del Banco Central —dos roles que Mario Marcel ejerció con solvencia— es, justamente, la necesidad y la obligación de explicar las cifras con letras, con palabras, con conceptos, con ideas, con política.
Un ministro de Hacienda no puede ser como yo, un economista sin cifras. Pero sí debe ser un economista en el que las palabras pesan más que los números. Un economista capaz de sacar palabras de las cifras. No solo de contar, sino de contarse.
Explicarse y explicar, contar y contarse, no es algo que Mario Marcel no sepa hacer con eficiencia. Pero es algo que, como Bartleby, el escribiente, demasiadas veces “preferiría no hacer”. Mario Marcel creció en el CIEPLAN, entre verdaderos tenores de la economía a los que nunca les faltaban palabras. Una generación de economistas que se opuso a una dictadura que convirtió la economía y a un grupo de economistas mesiánicos en el centro de su programa.
Tímido, o más bien recatado, alumno de la educación pública entre exalumnos de colegios de curas, Mario Marcel hizo de la solvencia técnica su refugio. Su oficina era la de los estudios, la de los datos concretos y perfectamente evaluados, que nutrían de argumentos a los economistas estrella de la institución.
En medio de un apasionante debate que convirtió nuestra aislada economía en un triple laboratorio mundial de teoría económica, Mario Marcel aprendió a ser el economista que dice “No” o que corrige la última décima de cualquier ecuación. Desde ese incómodo lugar que se acomodaba a su personalidad cáustica e íntimamente responsable, fue parte de una política de ahorro y cuidado que hizo escuela, pero que a veces se convirtió en una especie de cinturón de castidad, dando la impresión de que la economía chilena se manejaba en piloto automático.
Por eso sorprendió a todos que los jóvenes que habían criticado con más fuerza esa manera de administrar la economía le pidieran a su guardián más adusto que fuera su ministro de Hacienda. Después de todo, los “30 años” no podían encontrar un “niño símbolo” más visible que Mario Marcel. Sorprendió aún más que quien parecía haber nacido para la segunda línea aceptara sacrificar gran parte de su bien ganado prestigio para liderar un equipo que nunca había administrado otra cosa que la contabilidad de centros de alumnos.
Mario Marcel nos hizo ver algo que parecíamos haber olvidado: que, todo ese tiempo, no había dejado de ser lo que siempre fue: un convencido militante socialista. Al mismo tiempo, nos hizo comprender que los jóvenes misioneros del Frente Amplio no eran otra cosa que la juventud fantasma de ese mismo Partido Socialista. Unos laguistas que odian a Lagos, que solo se diferencian de sus mayores en la impunidad con que creen que pueden equivocarse y pedir perdón para equivocarse de nuevo.
Mario Marcel intentó algunas corbatas nuevas, pero no intentó parecer más joven de lo que era. Sin embargo, confió y confía en un equipo que muchas veces no sabe cómo explicar o explicarse sin caer en inexactitudes poco excusables. Mario Marcel, que tantas veces permitió que otros ministros se fueran tranquilos de vacaciones, no ha podido gozar de ese privilegio, no solo por las fallas de quienes lo subrogan, sino porque él mismo no ha querido, a tiempo, explicar con entusiasmo hacia dónde vamos y qué hacemos. O peor aún, no ha sabido inventar un cuento, una historia, una estrategia que nos saque del estancamiento sin caer en los vaivenes en los que nos tambaleamos en las últimas décadas.
A Mario Marcel no le falta talento para explicarse, pero algo lo obliga a que lo haga solo cuando su directora de presupuesto no ha podido explicarnos su contabilidad a veces imaginativa. Eso no quita que, más allá de lo que quiera creer la oposición y lo que no acaba de entender el gobierno, Mario Marcel es un privilegio para Chile. Basta ver en qué tipo de escándalo infamante ha estado sumida Argentina esta misma semana para darnos cuenta de que debemos agradecerle a nuestro ministro de Hacienda que haya preferido bailar con la fea en vez de irse a algún banco mundial o al FMI a descansar de sus vacaciones.
Aunque también es difícil no ver que a Mario Marcel le falta un Mario Marcel para tener el privilegio de poder tomarse vacaciones.
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