Los árboles y el bosque: Boric en perspectiva. Por Cristóbal Bellolio

Ex-Ante
Crédito: Agencia Uno.

Boric tiene claro que una cosa es el avance de sus ideas sustantivas y otra distinta es la continuidad institucional de la república. En corto, Boric entiende que el torneo es más importante que su equipo. A veces los árboles no dejan ver el bosque. Pero si adoptamos la perspectiva necesaria, veremos que la cosa es mejor de lo que parece.


Es natural que los análisis de estos días se centren en el primer año de gobierno de Gabriel Boric y su novel coalición. No han sido evaluaciones benevolentes. Más encima, llegan justo cuando se rechaza su propuesta de reforma tributaria (principalmente, por una deficiente ejecución política), y en momentos de un ajuste ministerial que habla por sí solo de las áreas que andaban cojas. Por si fuera poco, las odiosas comparaciones revelan que ningún otro gobierno desde el retorno a la democracia había obtenido tan magros números de aprobación ciudadana al cumplir su primera vuelta al sol. Mala la cosa, ¿no?

No tanto. Es normal que la contingencia se lo coma todo, pero también es necesario mirar el panorama en perspectiva, para que los árboles dejen ver el bosque.

Suele exagerarse la excepcionalidad chilena en todo ámbito de cosas; lo cierto es que usualmente navegamos con la corriente. A mediados del siglo pasado tuvimos nuestra fiebre industrializadora para sustituir importaciones, luego fuimos peones en la Guerra Fría, nos mamamos las décadas autoritarias de rigor en la región, y más tarde formamos parte de aquello que Samuel Huntington bautizó como la “tercera ola de democratización” en el mundo.

Luego, sin embargo, tanto en el barrio latinoamericano como en Asia y Europa del Este, las democracias se empezaron a “de-consolidar”. Los observadores hablaron de procesos de “erosión” de las instituciones democráticas, o derechamente de una recaída autocrática que desandaba el camino. Todo el mundo citando a Levitsky & Ziblatt. Ya nadie bombardeaba palacios de gobierno ni se robaba las urnas en el día de la elección, pero abundaban los hombres fuertes que estiraban sus atribuciones ejecutivas, cooptaban la estructura del estado, invalidaban a la oposición, mandaban a callar a la prensa libre, amañaban reelecciones indefinidas, entre otros acordes de una canción que conocemos demasiado bien.

En Chile, en cambio, nada de eso (aun) ha ocurrido. Por el contrario: según reputados índices internacionales, nuestra democracia se ha profundizado. Quizás este asunto nunca fue un temor cuando gobernaba la generación de la transición, traumada por la experiencia autoritaria y extremadamente cautelosa de desordenar el naipe institucional. Pero no fueron pocos los que temieron que esta nueva generación en el poder, tan crítica de esa misma cautela paterna, pusiera en práctica sus adolescentes desvaríos revolucionarios.

A fin de cuentas, dijeron, dime con quién andas y te diré quién eres. Mucho Foro de Sao Paulo, mucho Grupo de Puebla, mucha veneración frenteamplista -y para qué decir, comunista- a los cucos de verde olivo, boina roja y arrojo antiimperialista cocalero. Aunque un estudio de la Fundación Ciudadano Inteligente -basado en Levitsky & Ziblatt, obvio- advirtió que el programa de Kast implicaba mayores riesgos de regresión autoritaria que el de Boric, gran parte de la elite chilena le temía al segundo.

A un año de asumir el poder, sin embargo, podemos sostener que la democracia chilena goza de buena salud. Paradójicamente, quizás, el mejor indicador sea la relativa debilidad del Ejecutivo. La derrota del 4S sepulta la pretensión hegemónica de los sectores de izquierda populista. El oficialismo se ha visto obligado a bajarle dos cambios a su ambición transformadora, se ha bañado en la ducha helada del realismo, ha participado con inercia anticlimática de la negociación parlamentaria, y ha incorporado voces moderadas a su conducción. Pero no todo se debe a la fuerza de las circunstancias.

El propio Boric, como buen socialista libertario, desconfía de las convicciones justicieras que se imponen a grito pelado, ley mordaza, e interdicción del interlocutor. De hecho, les tomó menos de 24 horas en La Moneda darse cuenta de que la beligerante minuta del “triunfo de los evasores” desafinaba con el relato del presidente.

Para que una democracia funcione, la condición necesaria (aunque no siempre suficiente) es que sus protagonistas sean más leales a las reglas del torneo que a la suerte de su equipo. Todos queremos que el equipo de nuestros amores gane, del mismo modo que queremos que nuestras ideas políticas triunfen. Pero un demócrata no busca ni espera que triunfen a cualquier costo. Un demócrata no hace trampa. Los principales representantes del socialismo del siglo XXI en Latinoamérica creyeron (y creen) que el torneo sólo es respetable si gana su equipo. He ahí su talón de Aquiles anti-democrático. Boric, en cambio, tiene claro que una cosa es el avance de sus ideas sustantivas y otra distinta es la continuidad institucional de la república. En corto, Boric entiende que el torneo es más importante que su equipo.

A veces los árboles no dejan ver el bosque. Pero si adoptamos la perspectiva necesaria, veremos que la cosa es mejor de lo que parece.

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