Agosto 7, 2021

Libros: Janet Malcolm (1934-2021), la mujer que desnudó el lado oscuro del periodismo. Por Bernardo Solís

Ex-Ante
Captura de pantalla.

En su libro El Periodista y el asesino, la recién fallecida Janet Malcolm hizo un retrato descarnado y corrosivo sobre las complejas relaciones entre la prensa y sus fuentes, y como a veces derivan en traiciones despiadadas, en las cuales los casos judiciales son el ambiente donde más se notan, pero no necesariamente donde más florecen. Pero su obra va mucho más allá de eso y es un banquete para los lectores que aprecian ensayos agudos y muy bien escritos.

Janet Malcolm debe haber sido de las personas más inteligentes del planeta. Hace poco más de un mes y medio que no existe más y el mundo es más tonto y el periodismo más impreciso en el mejor de los casos o impune, en el peor. Cada asunto en que se concentró en trabajar, fuera Sylvia Plath, el psicoanálisis o la vida de Gertrude Stein y Alice B. Toklas, siempre terminaba siendo otra cosa mayor, por el escepticismo con que parece haberlo mirado todo, por la curiosidad real que tenía y por haber estado pensando siempre en el lector, no para contarle las bambalinas de las historias que abordaba sino algo mucho más ambicioso y difícil: cómo es que se construyen los relatos periodísticos. 

Por eso que su obra suele usarse para bajar a la prensa del Olimpo (o del más contemporáneo poni). Y capaz que por eso es que tampoco se lea mucho en las escuelas, aunque eso sería reducirla a un rol de Pepe Grillo que no le calza bajo ningún ángulo. 

Cuarenta y un intentos fallidos” (Debate , 2013, 254 páginas) recoge 15 de sus ensayos publicados en The New Yorker y en The New York Review of Books a lo largo de varios años. Tratan de pintores, escritores, fotógrafos y críticos y por ahí desfilan Virginia Wolf y su hermana Vanessa, Salinger y otros referentes. Pero no hay nada sagrado alrededor de sus reseñados, y eso los convierte en seres con vida.  

Cuando le toca el turno a Edth Wharton, en La mujer que odiaba a las mujeres, Malcolm dice de la autora de La edad de la inocencia: “no hay hombres malos en la narrativa de Wharton. Hay hombres débiles, hay hombres estúpidos, hay hombres vulgares y nuevos ricos, pero ningún hombre causa daño a otra persona de forma deliberada; ese papel está reservado exclusivamente a las mujeres”.

Una idea que saca a partir de la lectura de la autobiografía de Wharton, Una mirada atrás, que sin entrar en la revelación de secretos tiene, dice Malcolm, un momento clarísimo cuando describe su encuentro con un hombre que le proporcionó lo que Wharton llama una  deliciosa conversación que “iluminó de tal modo lo que en otro caso habría sido una tarde aburrida”.

La historia contada por el tipo, que se llamaba Cecil Spring-Rice, era la de un joven médico que además estudiaba química y que contrató a un niño para que le hiciera de ayudante: una tarde lo dejó vigilando y revolviendo una mezcla en el laboratorio y tras una breve ausencia lo encontró muerto, envenenado por las emanaciones de la mezcla sobre la que trabaja.

El doctor se horrorizó pero para entender lo que había pasado, en interés de la ciencia, practicó una autopsia al cuerpo y descubrió que el corazón del niño se había transformado en una misteriosa e inigualable joya, que mostró a su amada luego de contarle la triste historia del veneno, el niño y la autopsia. Ella, la amada, le dijo (negligentemente, según Wharton): “pero, ya habrás observado que mis únicos adornos son los pendientes. Si quieres que me ponga esta joya tendrás que conseguirme otra exactamente igual”.

Sigue Malcolm: una amiga describe a Wharton en sus memorias como alguien que “siendo una persona muy normal, prefería los hombres a las mujeres, y a menudo aterrorizaba a las últimas clavándoles una mirada glacial (…) Muchas mujeres que la conocían solo superficialmente me decían: ‘me mira como si yo fuera un gusano’”. Esa reflexión, ese cruce, entre obra y autor le importa a Malcolm. De Salinger, por ejemplo, dice: “si es la rata que afirman su novia y su hija es algo que tendrá eternamente ocupados a sus biógrafos y que no cambia nada su obra”.

Pero no solo de glorias habla. Dedica uno de sus ensayos más divertidos, uno que saca carcajadas, a Gene Stratton-Porter, autora de una novela que recuerda haber leído cuando tenía diez años: A girl of the Limberlost, libro escrito en 1909 y que termina siendo un delirio capitalista, una línea de “cuentos de hadas consumistas revestidos de novelas ambientalistas” que convirtieron a la autora en millonaria. Que no sea citada hoy probablemente parte no solo del olvido natural que regalan las décadas que han pasado: además Stratton-Porter amplió sus delirios a novelas con tramas racistas que hoy serían impublicables. Her Father’s Daughter, que Malcolm califica de atroz, cuenta la historia de una estudiante japonés que llega a un instituto de Los Ángeles pero que en realidad es un agente de 30 años enviado por el gobierno japonés para echar a andar algún plan retorcido y malvado.

Son libros malos, pareciera. Pero que tienen el mismo encanto de las películas malas. Dice Malcolm: “ (…) mientras que otras novelas sentimentales de principios del siglo XX se han quedado en la cuneta, tan insulsas como ridículas, aún las obras más risibles de Stratton-Porter siguen siendo curiosamente legibles. Nos burlamos de ellas, pero no dejamos de pasar una página tras otra. Stratton-Porter tenía la habilidad crucial del novelista popular, la de hacer que el lector quiera saber qué le pasa a esa gente en cuya existencia no cree ni por un minuto”.     

LA PRENSA

Hablar de Malcolm sin entrar en su trabajo periodístico y sobre el periodismo es perder la oportunidad y hasta ofensivo con el lector. En Cuarenta y un intentos incluye un texto breve que llama Apuntes sobre la autobiografía sacadas de una autobiografía abandonada, en que habla de ella. Cuando explica las dificultades que tiene un periodista para escribir una autobiografía está hablando de sus problemas, luego de pasarse la vida escuchando las vidas ajenas y recibir un trabajo prácticamente hecho por sus fuentes, “no es fácil encontrarse de pronto solo en la sala. Y es particularmente difícil para alguien tal vez que se hiciera periodista precisamente para no quedarse sola en la sala”.

En el mismo artículo habla de lo que siempre describe como “pose de objetividad” en que los periodistas caen habitualmente, un narrado muy fiable, “una persona imposiblemente racional y desinteresada cuya relación con el sujeto se parece las más de las veces a la de un juez dictando la sentencia de un acusado culpable”.

Y eso del acusado es vital, porque donde mejor contó Malcolm la construcción de los textos periodísticos, esa cocina a veces grotesca. 

Suele usarse para graficar eso un libro fundamental de Malcolm El periodista y el asesino (Gedisa 2004, 236 páginas), la historia del juicio Macdonald – McGinnis, entre un doctor acusado del asesinato de su familia (esposa y dos hijas) y el periodista que escribió el best sellar de su caso, al que recibió y concedió entrevistas.

El libro es sobre la relación periodista y fuente, y siempre se cita su extraordinaria idea central, convenientemente remarcada en la contratapa de la mayoría de las ediciones (“Todo periodista que no sea tan estúpido o engreído como para no ver la realidad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de éstas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno”), que no es otra cosa que el desmantelamiento de la supuesta superioridad moral de la prensa, dispuesta “a todas las formas de lucha” por llegar a “La Verdad”.

Dice Malcolm al final de esta obra: “Existe una variedad infinita de maneras en que los periodistas pugnan con el atolladero moral que es el tema de este libro. Los más sensatos saben que todo lo que pueden hacer no es aún suficiente y los más prácticos evitan fácilmente las dos fases crudas y gratuitas del caso MacDonald-McGinnis. Los que no son tan sensatos deciden creer, según su costumbre, que aquí no hay ningún problema, que ya lo han resuelto”. 

Un libro que no suele citarse mucho pero que tal vez es todavía más intenso con el periodismo, es Ifigenia en Forest Hillls, Anatomía de un asesinato (Debate, 2012, 187 páginas), que mezcla la descripción del funcionamiento de la justicia (“en la vida todo es ambiguo, menos en los tribunales”, dice uno de los epígrafes del libro) y lo que suelen hacer los periodistas de tribunales. Por ahí, cuando describe a los miembros de la prensa instalados alrededor del juicio, a los que describe como una familia solidaria , no competitiva como suele mostrarse en las películas. Una familia, dice, pero “en su caso de una especie de familia criminal”.

El “periodismo judicial” nunca tuvo mejor (y más polémica) definición: “Un juicio proporciona oportunidades únicas a un periodista despiadado. Cuando los comentarios malintencionados y a menudo injuriosos de los letrados litigantes  se sacan del acalorado contexto de la sala judicial y se muestran a la fría luz de la página impresa, la víctima de sus abusos se ve sometida a un método de tortura nuevo y más refinado, al quedar expuesta a los abusos del mundo entero. Los periodistas que asisten juntos a un juicio prolongado desarrollan una camaradería especial que nace del buen ánimo compartido: sus artículos se escriben solos; basta con tirar de la fruta madura que cuelga de los atroces relatos de los letrados. Pueden sentarse tranquilamente y disfrutar de la función”.

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