Aún no hay claridad sobre cómo va a seguir el proceso constitucional, aunque las noticias son promisorias.
Hay voces que han pedido una pausa para atender las necesidades más inmediatas de la población, que son ciertamente muchas. El mismo argumento se ha empleado por al menos 30 años. Pero como vimos en octubre de 2019 y en la misma Convención, los aplazamientos perpetuos terminan por alimentar conductas destructivas. Como quien ha sido objeto de abuso, o padece síndrome de privación, muchos convencionales hicieron gala de una desconfianza enfermiza hacia los poderes constituidos y buscaron vaciar todas sus rabias, frustraciones e ilusiones en el texto constitucional incorporando materias que son más propias de un programa de gobierno. Ojalá esa voces sean desechadas. Postergar la cuestión institucional es alimentar la disgregación social y la violencia.
No está aún cerrado el mecanismo a seguir. La idea de una nueva Convención, que llegó a ser transversal antes del plebiscito, ahora es relativizada a la luz de la mirada crítica que revelan las encuestas. No es algo que se deba desestimar. Es buena idea abrirse a fórmulas mixtas o híbridas que incorporen el conocimiento experto, el cual debiera ir más allá de la comunidad de los constitucionalistas.
Si hay una nueva Convención habrá que elegir convencionales. Ojalá no ocurra, otra vez, que una de las corrientes históricas quede tan disminuida que se vuelva intrascendente. Le ocurrió a la derecha en la etapa anterior, con efectos nefastos para el proceso en su conjunto. Por lo mismo es preciso meditar muy bien las conductas en los días que vienen. Por el lado del Rechazo, el uso de su generosa votación para obstruir la reforma tributaria o de pensiones le podría llevar a repetir el desastre de mayo de 2021. Por el lado del Apruebo, la insistencia en achacar su derrota a la ignorancia de los electores es el mejor camino para repetir el cataclismo electoral del 4S.
La fórmula que se acuerde en estos días, cualquiera sea, no debe presentarse en oposición a lo que se ha hecho hasta ahora, sino como continuidad, como una etapa adicional. Esto permitirá que los perdedores se sientan incorporados y que no tengan éxito las voces —que seguro las habrá— que esgrimirán la exclusión como justificación de futuras actuaciones anti-sistema. Es la hora de la magnanimidad, no del revanchismo.
Es preciso entonces reconocer con altruismo el trabajo de la Convención. A pesar de sus fallas y excesos, fue una instancia que canalizó el estallido social de 2019, llevó a la escena institucional dolores y resentimientos sumergidos, y dio pie a una catarsis que quizás era ineludible. La vida, lo hemos visto, da giros imprevisibles. Tal vez la Convención ejerció un rol de reparación que el tiempo sabrá valorar.
Parece haber acuerdo en usar como insumo el proyecto de Constitución rechazado. Es muy importante. Muchos de sus valores o propósitos —no necesariamente su reglamentación— son ampliamente compartidos: derechos sociales garantizados, respeto hacia la naturaleza, paridad, cuidado, reconocimiento y participación de los pueblos originarios, descentralización, democracia participativa. Estos valores, más otros que se puedan incorporar (como seguridad, unidad, crecimiento sostenible), debieran ser la base del relato nacional compartido del que hoy se carece.
Por último sería conveniente que todos quienes sean candidatos a una nueva Convención, sea que vengan del Rechazo o del Apruebo, firmen un pacto de honor con dos compromisos: uno, trabajar lealmente para alcanzar acuerdos al interior de la Convención, no desentenderse de la misma para enfocarse en ganar el plebiscito de salida; y dos, que en caso de no ser elegidos, se someterán a un período de cuarentena que les prohibirá desacreditar las reglas bajo las cuales fueron candidatos.
En estas horas cruciales en que las elites políticas y las instituciones democráticas están nuevamente puestas a prueba, ojalá incorporemos las lecciones que nos deja el camino recorrido.
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