Quizás, la llegada de 2025 podría representar una suerte de alivio para el gobierno de Boric: la mayoría del país estará pendiente del reemplazo. El foco principal de la política se desplazará hacia la elección presidencial de noviembre y, por lo tanto, quienes están en La Moneda tendrán la sensación de que sus zozobras cotidianas empiezan a bajar de intensidad, y que el propio mandatario va desapareciendo de las noticias. Es solo una posibilidad, por supuesto.
Es muy curioso lo ocurrido con el actual gobierno. Entró en escena con la disposición de llevar adelante una especie de revolución que iba a cambiar el país de pies a cabeza. Lo novedoso fue que buscó hacerlo por una vía fantasiosa: primero había que “escribir la revolución”, y luego materializarla alegremente. Eso fue la aventura constituyente que financió el Estado de Chile para que los revolucionarios sueltos de cuerpo diseñaran otro país. Con el paso del tiempo, se va percibiendo mejor lo que representó aquel desvarío, y cuánta condescendencia encontró en el camino.
Finalmente, no hubo revolución, ni tampoco refundación, que era la novísima forma de designar la ilusión redentora. Se demostró que la generación universitaria de Boric tenía ideas blandas sobre realidades duras, y una confusa ansiedad juvenil por ser la vanguardia de un cambio de época. Lo que protagonizó fue una experiencia perturbadora, abundante en retórica y pobre en resultados. Llegará el momento de estudiar cómo fue que esta generación se atrevió a tanto disponiendo de tan poco.
No fue casualidad, al comienzo del gobierno, el penoso intento de Izkia Siches, ministra del Interior, por entrar a Temucuicui como si fuera de paseo. El gobierno estuvo a punto de iniciar su mandato con una tragedia. Aquel episodio reveló ingenuidad política y completo desconocimiento de lo que pasaba en la Araucanía. Era, una vez más, la dificultad para distinguir lo real de lo imaginario. Siches carecía de los atributos para desempeñar aquel cargo, y Boric, al nombrarla, reveló sus alarmantes carencias. En esas manos estábamos.
Todo lo que vino después ha sido experimental, tentativo, proyecto de título. La única demostración de pragmatismo del mandatario al formar el primer gabinete fue la designación de Mario Marcel como ministro de Hacienda. Basta imaginar lo que habría sido un frenteamplista o a un economista del PC en ese cargo como para hacerse una idea de lo que se evitó. Sebastián Edwards comentó entonces, medio en broma, medio en serio, que era posible que Marcel tuviera un sentido del patriotismo superior al suyo.
El mayor consenso de hoy es la necesidad de que el país corrija el rumbo. Puede haber diferencias sobre diversas materias, pero el sentimiento ampliamente mayoritario es que la experiencia actual, heredera del extravío que provocó el 2019, debe quedar atrás. El país resistió la desmesura, pero necesita ahora soltar amarras para que se exprese la energía creativa que existe en la sociedad. Se trata de retomar un camino realista de progreso. Eso impone una inmensa responsabilidad al conjunto de las fuerzas opositoras.
El próximo gobierno deberá hacerse cargo de numerosos problemas que muestran el retroceso que ha experimentado el país, y cuya expresión más traumática es la expansión de la criminalidad. Será vital el estímulo al crecimiento económico, de lo cual depende la atención de las necesidades sociales más urgentes.
Será indispensable potenciar la cooperación público-privada para favorecer la inversión y la innovación. Es crucial mejorar el sistema de salud, recuperar la educación pública, eliminar los focos de marginalidad, etc. Habrá que dar una batalla decidida por la seguridad pública. En fin, el país necesita reducir la incertidumbre y volver a tener esperanza.
Todo esto requiere un gobierno que tenga espaldas anchas. Con capacidad para crear un clima de diálogo, que permita alcanzar amplios acuerdos sobre todas aquellas áreas en las que se requieren políticas de Estado.
La mayoría del país no quiere nuevas aventuras ni nuevos experimentos extravagantes. Quiere un reforzamiento del orden democrático, reformas bien pensadas que contribuyan a mejorar las condiciones de vida. Eso implica despejar el horizonte, para lo cual es útil tener en cuenta que los progresos duraderos exigen la convergencia de muy amplios sectores. Hay que sacar las enseñanzas debidas de estos años de ruido y desorden.
En este contexto, se plantean altas exigencias respecto de las condiciones que debe reunir el liderazgo presidencial. El país necesita una conducción que trascienda las trincheras y promueva el entendimiento, que encarne con firmeza la autoridad dentro de la ley. Habrá que mejorar muchas cosas en los años que vienen, pero lo primero es asegurar una jefatura del Estado que inspire respeto y confianza.
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