“La ultraderecha”. Todo el mundo empieza a hablar de ella de manera indistinta y con poca claridad conceptual. Se trata de un concepto que se emplea con extrema ligereza, principalmente alentada por analistas y medios de comunicación que curiosamente rehúyen hablar en términos equivalentes de la “ultraizquierda” cuando se refieren a partidos que, en su ideario, contravienen la democracia representativa liberal, como es el caso del Partido Comunista.
Pero más allá de las disquisiciones semánticas, lo interesante es entender la entidad del fenómeno para poder separar la paja del trigo.
En esta línea, el libro ¿La rebeldía se volvió de derecha? del historiador argentino Pablo Stefanoni constituye un valioso aporte. Este texto, publicado en 2021, se propone analizar y comprender de manera seria y desprejuiciada el fenómeno de las derechas alternativas en el mundo y en América Latina.
Lo valioso de este análisis es que Stefanoni escribe desde la izquierda, pero no sesga su interpretación. Aporta un enfoque que, a diferencia de las estrechas y simplonas interpretaciones de muchos analistas, ofrece una indagación de lo que él considera una “franja del pensamiento y la cultura contemporánea”. Un espacio que, en el contexto del segundo plebiscito constitucional chileno, por ejemplo, se constituía a la derecha de José Antonio Kast y que, jugando con el provocador título de la novela del británico Martin Amis, denominé “La zona de interés”.
Stefanoni no solo llama a tomarse el fenómeno de las derechas alternativas o alt-right con seriedad, sino que a ratos parece avizorar la derrota progresista a manos de este fenómeno. En el libro, por ejemplo, refiriéndose a Javier Milei, planteaba, mucho antes de que Milei fuera una opción presidencial real: “¿Quién podría asegurar que se trata de formaciones sin futuro alguno en los siguientes años?”.
El tiempo parece haberle dado la razón; transcurrieron tan solo dos años desde la publicación del libro para que Javier Milei se transformara en presidente, liderando un fenómeno que está lejos de ser “barrial”, llamando la atención del mundo entero.
El libro de Stefanoni es también un llamado de atención a cierta izquierda, a la que el autor acusa de ensimismarse y situarse en un falso estatus de superioridad moral, lo que se traduce automáticamente en que “la izquierda dejó de leer a la derecha, mientras que la derecha, al menos la “alternativa”, lee, discute e intenta confrontar con la izquierda”. Thomas Sowell planteó que “los intentos de la izquierda de silenciar ideas que no puede o no quiere debatir, son una confesión de bancarrota intelectual”. En este sentido, el libro de Stefanoni constituye una verdadera excepción.
¿Qué tienen en común las derechas alternativas? Siguiendo a Stefanoni, lo primero sería hablar de la imposición de un estilo contestatario, desfachatado e impugnador. Algo curioso, considerando que los líderes de derecha han sido siempre asociados en el imaginario colectivo a personas compuestas y empaquetadas. Stefanoni advierte signos de que ahora es la izquierda la que se ha vuelto de algún modo conservadora o defensiva.
La izquierda se habría vuelto defensiva porque defiende un statu quo moral, una suerte de decálogo de corrección política que impone formas, normas y usos en la mayoría de los casos asociados a un identitarismo exacerbado que fragiliza y victimiza a los sujetos políticos y que ve como único horizonte moral la idea de un consenso socialdemócrata. Cuestión que contrasta con la tradicional imagen histórica de la izquierda asociada a la rebeldía, la desobediencia y la transgresión. De este modo, si hoy hay algo de transgresión, esta es de derechas, porque son ellas quienes están disputando con más energía el sentido común.
Respecto al fondo, y yendo más allá de lo planteado por Stefanoni, las derechas alternativas no son un cuerpo monolítico. Existe heterogeneidad entre ellas. Por cierto, no es lo mismo Viktor Orban de Hungría que Giorgia Meloni de Italia, así como Alice Weidel de AfD alemán no es lo mismo que la francesa Marine Le Pen, por citar algunos ejemplos. Difieren en asuntos valóricos y económicos, siendo algunos más liberales, otros más conservadores, otros más libremercadistas y otros más intervencionistas. Pero sí hay algunos vasos comunicantes.
En primer lugar, hay una conexión vehemente con las principales angustias y frustraciones provocadas por el descontrol inmigratorio, acompañado de una condena a las muchas veces fracasadas políticas multiculturalistas que han colmado de guetos a muchas zonas periféricas de las urbes europeas: caldo de cultivo perfecto para resentimiento y marginalidad, lugares desde los cuales incluso afloran células terroristas.
Al respecto, basta leer el magnífico relato de Emmanuel Carrère, V13, en el que narra los juicios a los condenados por los ataques terroristas de 2015 que incluyeron la discoteca Bataclán en pleno concierto de la banda de rock, Eagles of Death Metal, todos segunda generación de inmigrantes, nacidos en Europa, pero criados en Molenbeek un vivero belga del islamismo. Esa islamización de Europa, narrada casi en clave de distopía por Michelle Huellebecq en Sumisión, pasa a ser un reclamación política cada vez más sentida.
Seguido de una intensa oposición a las políticas de la Unión Europea con sede en Bruselas, muchas de las cuales atentan contra la soberanía nacional. De ahí que estos movimientos se definan como soberanistas, en el sentido de impulsar, en diferentes grados, un retorno a la idea del Estado-Nación. Jugando permanentemente con la idea del Beatus ille en tanto reminiscencia al pasado: el sentimiento de nostalgia por tiempos pretéritos donde los líderes sí eran capaces de tomar control sobre las fronteras, la seguridad y la economía, sin tener que pedir opinión alguna a los líderes de Bruselas.
Otra característica de estas derechas es la interpelación directa a los grupos más desposeídos, disputando espacios sociales, culturales y electorales tradicionalmente colonizados por la izquierda. Por ejemplo, en Francia, el mundo agrícola y rural se ve cada vez más asfixiado por crecientes trabas regulatorias que imponen grupos medioambientalistas radicales, mientras que los jóvenes de clase baja, en las periferias parisinas de donde precisamente proviene Jordan Bardella, delfín de Le Pen, protestan contra el acceso a prestaciones sociales de inmigrantes que muchas veces ni conocen La Marsellesa. Sintiéndose, en ocasiones, extranjeros en su propia tierra.
Para las élites, y en especial para cierta izquierda, muchas veces es complejo percibir o comprender estas aflicciones. Prefieren repartir credenciales democráticas o simplemente colgar el cartel de “ultra” a estos “fachos pobres” que aprenden de política por YouTube y TikTok y no en zonas de confort y privilegios como los campus universitarios. Un craso error.
El libro de Stefanoni, en alguna medida, contribuye a salir de esa trampa arrogante y autocomplaciente.
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