“Yo no estoy en guerra con nadie”. Estas declaraciones del general Javier Iturriaga fueron algo más que una bocanada de aire fresco en medio del aire enrarecido de esa primavera del 2019. En pleno estado de emergencia, con los militares desplegados por las calles por primera vez en 30 años, el general dejó en claro que esta vez el ejército sería de todos los chilenos, es decir de ningún partido en particular. No era poca cosa para mucha gente que, como yo, para no ir más lejos, aprendimos a temer a esos uniformes grises que no hicieron nada para que los quisiéramos.
Con esa única frase el general Iturriaga podría haberse convertido en senador, diputado o, quién sabe, hasta Presidente. Se mantuvo en el ejército, en un rol estrictamente profesional, algo que completó el efecto de su declaración. O al menos la hizo verídica.
La frase de Iturriaga venía entonces a decirnos a los que escuchábamos desesperados en nuestras casas una y otra vez “El derecho a vivir en Paz”, que “La batalla de Chile” había terminado por fin. El general pareció entender a tiempo el signo de los tiempos.
¿Habrá entendido también esos tiempos, la institución que hoy lidera? Es justamente eso lo que pone en duda la terrible muerte de Franco Vargas y el destino de los que tuvieron la desgracia de servir a la patria esa noche.
Porque puede que el General Iturriaga no esté en guerra con nadie, pero a Franco Vargas y sus compañeros, el ejército de Chile los trató como solo se trata al peor enemigo. Todo el mundo sabe que cuando entra a servir en el Ejército arriesga tanto morir como matar.
Pero también sabe que hay algo llamado honor que obliga a los superiores a tratarte con dignidad, con cuidado, como al héroe que en cualquier momento puedes llegar a ser. Un honor que te obliga también a tratar como si fuera tu propia familia a las madres y padres que entregan a sus hijos a la patria sin esperar nada a cambio.
Franco Vargas se convierte –gracias a la red con que quisieron disimular los pormenores de su muerte- en un símbolo de todo lo que va mal en nuestras fuerzas armadas (que es a su vez todo lo que va mal en nuestra sociedad en general). Un trato distante, altanero, frío y al mismo tiempo descuidado y poco profesional del que fuimos testigos de forma menos trágica, pero igualmente insultante, en el “milicogate”. La impresión de que el uniforme no obliga a más deberes, sino a menos, ni a más controles, sino a ninguno. La impresión de que algunos oficiales se piensan como de otra especie que los chilenos, que le pagamos el sueldo.
El aire fresco de la calle corre con muchas dificultades entre quienes se licencian y posgradúan en ciencias militares, en escuelas militares, para terminar en agregadurías militares donde se visitan con otros militares de otros países en que los compartimientos estancos se reproducen igual. Militares hijo de militares, primos de militares, padres de militares hasta el infinito (tuvimos dos comandantes en jefe primos entre sí).
Los conscriptos que vienen de una sola clase social, la menos favorecida, no rompen el círculo vicioso, sino que lo acentúan. A este clima enrarecido escapan menos que nadie los civiles a cargo de los militares. A ellos les ocurre lo que llamo el “vudú” del ministerio de Defensa. Un especial encantamiento que convierte a todo y cualquier ministro de Defensa en una persona que mira con los ojos en blanco paradas militares, himnos, banderas y exhibiciones de caballos y aviones. Encantamientos tan distintos entre sí como los de la expresidenta Bachelet, Vidal vocero, el radical Gómez y el incombustible Edmundo Pérez Yoma.
Es quizás ese encantamiento lo que explica la simpatía con que los gobiernos de la Concertación permitieron todas las importaciones no tradicionales y las contabilidades imaginarias de sus amigos en uniforme. Bajo el encanto también cayeron varios ministros de Piñera que se convirtieron en soldados sin uniformes.
No vemos que Maya Fernández haya roto con el hechizo, muy por el contrario. La lentitud y poco asertividad de sus reacciones no están ayudando en nada a la regeneración que el ejército de Chile necesita con urgencia. El general Iturriaga tampoco ha actuado con particular velocidad, pero parece entender un poco mejor cada día la gravedad del momento. Sabe, o está empezando a saber, que está en su primera gran batalla y que de ella depende algo más que su cargo.
Quizás por eso está dispuesto a que algunos de sus cercanos empiecen a pagar el precio que deben pagar. Es poco todavía. Falta mucho más, pero ojalá la promesa de su salida de libreto del 2019 se cumpla y tengamos por fin un ejército que no está en guerra con ningún chileno.
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