El apruebo sacó muchos votos. Para ser exactos 4.860.093. Tantos que incluso superaron los 4.637.772 obtenidos por el Presidente Boric que en la segunda vuelta lo catapultaron como el Presidente más votado en nuestra historia.
La máxima autoridad del país puso todo su capital político (y más) para apuntalar las opciones del apruebo. Sacó toda la maquinaria a la calle y, efectivamente, logró una cantidad de votación, superior a la que de seguro imaginaron al inicio de la campaña. Pero terminó derrotado, incluso apaleado por una ciudadanía que el fin de semana recién pasado salió a rechazar la propuesta constitucional y a dar un macizo mensaje al gobierno.
Ni Boric, ni sus ministros pudieron ver a esa mayoría silenciosa que, empujada por el voto obligatorio, brotó en masa a expresar su opinión el día del plebiscito. Dicho de otra manera, la estrategia gubernamental estuvo planificada para una elección voluntaria, en una suerte de omisión (o negación) de los alcances que tendría la obligatoriedad del sufragio.
Al jugarse por entero por el apruebo, el Presidente le subió el piso a esa opción, pero al mismo tiempo le puso el techo de su propia aprobación. Desde que el Ejecutivo salió “con todo” a la cancha de la elección, la ciudadanía, que mayoritariamente desaprueba su gestión, no dejó más de sentir que el plebiscito constitucional era también un juicio hacia el mismo gobierno.
Richard Nixon habló de “la gran mayoría silenciosa de compatriotas estadounidenses”, cuando pidió apoyo contra los movimientos que se manifestaban ruidosamente en oposición a la Guerra de Vietnam. Es posible que nuestra mayoría silenciosa haya quedado temporalmente silenciada con la imposición del voto voluntario en 2012 cuando la élite política estableció este sistema junto a la inscripción automática para los chilenos mayores de 18 años. Sin embargo, seguía existiendo.
Pese a que con el mecanismo anterior de inscripción voluntaria y voto obligatorio la participación electoral venía acotándose significativamente por falta de inscritos, el imaginario de los congresistas de estar viviendo en un país liberal, confiado y comprometido con la democracia se impuso como tesis: los chilenos saben cuándo y por qué votar.
Pero, en los hechos, lo que pasó fue que la distancia de las personas con la política se fue acentuando, las votaciones se fueron elitizando -los grupos de más ingresos votaban significativamente más que los de menores- y la dinámica polarizadora se terminó por adueñar del paisaje juntos a minorías movilizadas.
El efecto colateral de esa voluntariedad en las obligaciones cívicas fue que los gobiernos dejaron de tener “luna de miel” con una mayoría ciudadana que, en la práctica, nunca los escogió -Boric resultó electo con el 31% del padrón electoral- y que a corto andar igualmente los enjuiciaba negativamente, independiente de su signo político.
Esa mayoría silenciosa fue la que no vieron los estrategas del gobierno jugados por el apruebo. Creyeron que, sin hacer cambios profundos en sus equipos y en los focos de gestión, sacando la misma artillería electoral que para las elecciones de segunda vuelta, igualmente volverían a triunfar. Obtuvieron incluso más votos, pero fue absoluta e irremediablemente insuficiente.
Y es que conminada a expresarse para cumplir con la ley, la mayoría silenciosa salió el domingo pasado a dar una doble señal de malestar y rabia: una contra la Convención y sus resultados y otra contra un gobierno en pausa de gestión por estar volcado completamente a su ideario constitucional. Una señal contra un Ejecutivo que explícitamente había decidido amarrar su derrotero al éxito de una Convención cargada de simbologías octubristas, con afanes revanchistas e identitarios y que parecía indolente ante el agobio cotidiano de esa mayoría atemorizada ante los destrozos, la violencia callejera, la plétora de jóvenes enmascarados infundiendo el miedo y encerrando tras sus rejas a una ciudadanía desesperada por recuperar algo de normalidad dentro de sus proyectos vitales.
Esa mayoría silenciosa, el domingo 4 de septiembre expresó su malestar contra un grupo de convencionales y contra una administración más preocupada de su propia predilección constitucional que de gobernar para las personas.
Nota a la columna: Es imposible soslayar la coincidencia entre la ceguera del gobierno frente a la mayoría silenciosa que apareció con el voto obligatorio y las encuestas electorales del plebiscito. Acostumbrados a mirar elecciones con voto voluntario, vimos la dirección del viento en favor del rechazo, pero no su intensidad. Adaptados al voto voluntario, no vislumbramos las señales de una parte de esa mayoría silenciosa que guardó en secreto su mensaje para expresarlo en la soledad de la urna.
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