¿Qué es lo más grave de la decisión del Gobierno de extender las vacaciones de invierno de los escolares a un mes? Es innegable que el decreto del Minsal evidencia una improvisada “planificación”, donde una decisión de esta magnitud se toma para todo Chile, desde Arica a Punta Arenas, sin distingos ni atención a las particularidades locales.
También se hace patente la lenta capacidad de gestión, al no adoptarse medidas que quizás demandan mayor coordinación, pero resultan más eficaces y apropiadas para compensar la falta de espacio UTI, como ocurrió en la pasada administración, donde se logró un aumento de camas críticas mediante la integración de los sistemas público-privados.
Parece también preocupante la falta de anticipación respecto de los efectos que la propia medida conlleva respecto del mal que se pretende evitar, considerando que la experiencia muestra que los mayores vectores de expansión viral serán los adolescentes de la educación media que durante estas vacaciones extendidas no usarán mascarilla, cuando como es natural (y se ha tornado ya costumbre) “carreteen”, aumentando los contagios y generando la molestia pública.
Por si fuera poco, la decisión acarrea un enorme problema para las familias de todo Chile que de pronto deben improvisar soluciones de emergencia para lidiar con la estadía prolongada de los menores en sus casas, cuando ambos padres trabajan o las condiciones de vida hacen indispensable contar con las escuelas como espacios seguros de albergue. Para qué hablar de los nuevos efectos psicológicos del encierro de los niños, que dificultosamente y con gran esfuerzo emocional (y económico) de sus padres, y requiriendo de apoyo médico profesional, empezaban recién a retomar el camino de la normalidad, en medio de una epidemia de depresiones y trastornos emocionales de los que todos hemos sido testigo.
Y si bien todos estos argumentos son reales, lo más grave de la decisión gubernamental pareciera ser otra cosa, algo que no se ve ni se siente de manera inmediata, pero que se construye sistemáticamente en la narrativa inconsciente de nuestro país. Nos referimos aquí al desprecio por el sentido de una educación de calidad que se impone a las nuevas generaciones. Las marchas estudiantiles durante el gobierno de Bachelet, conducidas por quienes hoy ofician como Presidente y ministros de Estado, condujeron y avivaron un clamor en nombre de la educación de Chile, que desde hace décadas padecía una enfermedad que demandaba asistencia urgente en términos de recursos y gestión.
Pero, decisiones como la presente nos recuerdan que ni recursos ni gestión servirán si se debilita la convicción social de que la constancia y el esfuerzo colectivo y personal son indispensables para enseñar y para aprender. Es inevitable no recordar en momentos como este, las protestas de la ACES en 2019/20 para boicotear la rendición de la PSU en el contexto del estallido social. Esa aparente “colisión” de intereses estudiantiles, que en realidad puso de manifiesto el conflicto entre la ideologización de las escuelas liderada por personajes como Víctor Chanfreau, y el legítimo derecho de miles de estudiantes que debieron sumar al estrés propio de la prueba, la incertidumbre causada por la violencia que amenazaban su rendición.
Cómo no recordar la equivoca intervención de Defensoría de la Niñez que nuevamente evidenciando su cariz ideológico se negó a representar la postura de quienes con mucho esfuerzo prepararon su prueba, optando en cambio por asumir la voz de la ACES (lo que en su momento le valió el cuestionamiento de la propia UNICEF). Cómo no pensar en que la mala educación se impone a partir de decisiones de autoridad que una y otra vez les dicen a los chilenos que cualquier cosa es más importante que estudiar. Porque las “otras” decisiones, son más complejas o costosas para el Estado que la de dejar a los niños en sus casas.
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