La degradación de la Universidad de Chile por obra de estudiantes de ultraizquierda sigue su curso inexorable.
Los ataques ofensivos y sexistas a su rectora, Rosa Devés, el campamento instalado en los patios de la Casa Central exigiendo cortar las relaciones de la universidad con prestigiosas casas de estudio israelíes, la toma del Campus Gómez Millas y la decisión de los estudiantes de marcar a los profesores y funcionarios para permitirles el ingreso a sus facultades, recordando las tristes y peligrosas acciones octubristas durante los días del estallido social (el que baila pasa), son todas señales inequívocas de que la intolerancia, la violencia y el fanatismo militante que pequeños grupos exhiben con desparpajo – esta vez con la excusa de la guerra que libra Israel contra Hamas- afectan no solo la vida cotidiana de la casa de estudios, sino su propia naturaleza.
En efecto, como lo han destacado diversos rectores de universidades privadas y tradicionales, y más de quinientos destacados académicos de la propia Universidad de Chile, estas acciones y su reiteración en el tiempo, afectan la dignidad y la misión de la universidad, especialmente en el caso de la Universidad de Chile, ayer principal recinto laico de la inteligencia, la tolerancia y la reflexión y el debate democrático.
Los estudiantes ultra consiguen con su impericia, intransigencia y falta de reflexión, afectar las instituciones que creen defender. En efecto, basta ver cómo han destruido a su propia federación estudiantil, la FECH, otrora orgullo del movimiento estudiantil y que actualmente ni siquiera logra elegir una directiva con un mínimo quorum de participación. Como ex dirigente de la FECH, en uno de los períodos más difíciles de su larga historia, me sumo al lamento de ver a nuestra federación agonizando. Incluso en las causas que hoy dicen conmoverlos, los ultras con sus acciones logran que la comunidad universitaria se distancie de sus posiciones fanatizadas y termine rechazando y aislando sus manifestaciones y organizaciones.
Lo propio ocurrió en el Instituto Nacional, otra de las instituciones señeras de la educación pública en el país. Las autoridades del colegio y del municipio capitalino (su sostenedor) fueron pusilánimes cuando no cobardes frente a los grupos de ultraizquierda disfrazados con overoles blancos que agredían a profesores y alumnos al interior del establecimiento y a la ciudadanía y fuerzas policiales en el exterior. El resultado de esa falta de reacción, más la reforma educacional que impidió la selección, está a la vista: pérdida completa de prestigio y relevancia del otrora emblema de la educación pública. La suerte del Instituto, por cierto, como una verdadera pandemia, le fue contagiada a todos los colegios llamados emblemáticos de la comuna de Santiago. Después lamentamos el fin de la educación pública.
La misión de la Universidad es no sólo formar profesionales de excelencia en los distintos campos del saber, sino sobre todo, formar individuos integrales, críticos, cultos, respetuosos de los demás, abiertos al diálogo democrático, capaces de exponer sus ideas sin recurrir a la violencia. Nada de eso parece estar lográndose si acaso los estudiantes acampados en la Casa Central o vigilando las entradas a los campus, fueran representativos de la formación que la Universidad de Chile está inculcando a sus estudiantes.
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