Siempre me ha llamado la atención la facilidad con que cualquier figura carismática, trágica, o solo popular, da origen en la política chilena a una dinastía. Remanente monárquico en este reino que nunca fue, lo cierto es que Jorge Alessandri Rodríguez tenía en muchos sentidos los defectos y cualidades contrarias que su padre Arturo Alessandri Palma. Se podría decir lo mismo de Eduardo Frei Ruiz Tagle y su padre Eduardo Frei Montalva y de Pedro Montt Montt y su padre Manuel Montt Torres.
Lo cierto que, con todas sus diferencias, estos hijos y no pocos de sus sobrinos y hermanos dedicados también a la política, heredaron de sus ancestros un sentido de la cosa pública, un amor al país que ha preservado a la mayoría de estas dinastías de la vergüenza de no estar a la altura de las calles y avenidas que pueblan con sus nombres. Hasta esta semana se podía decir lo mismo de la dinastía Allende: Ni Isabel, la hija, ni Maya, la nieta de Salvador Allende Gossens, habían heredado nada del brillo, la elocuencia, la lucidez y la audacia del expresidente, pero tampoco deshonraban con su discreta pero paciente labor funcionaria, la sombra del mandatario.
El episodio de la casa que se compró y no compró al mismo tiempo, destruyó esa virginidad, o más bien hizo visible el peligro que habita en todas las costumbres dinásticas: la famosa idea de que “el estado soy yo”, que hizo fuerte al rey Luis XIV y condeno a su descendiente Luis XVI a la guillotina. La idea que termina habitando a los que crecieron dentro del palacio de gobierno, de que su vida es la del país y sus cuentas corrientes son las del estado. Es lo que se le reprochaba con frecuencia al expresidente Piñera que, jugando al borde de la ley, no llegó, sin embargo, a contravenirla de manera tan flagrante, tan visible, como lo ha terminado por hacer sin querer queriendo, sin entender por qué y cómo al menos, la senadora Allende y la ministra Fernández.
Tiene razón la senadora Allende al recordar que la historia de la familia ha sido irreprochable en lo que respecta al dinero. A Salvador Allende se lo acusó de todo, menos de hacer negocios con el estado. Su casa, como la de Aylwin, son la de un hombre clase media. No dejó otra herencia que la del dolor y el honor que su viuda Hortensia llevó con una dignidad sin par.
Es fácil creer que ni la senadora ni la ministra sabían lo que se hacía en su nombre, mandatando para ello a otro pariente de escasos conocimientos jurídicos. Pero ¿no es esa ignorancia la más escalofriante de todas las hipótesis?
La senadora Allende y la ministra Fernández no son sólo las descendientes cualesquiera de una familia honrada, sino dos altas funcionarias del estado. Una es parte de la Cámara Alta, la que sanciona las leyes, una cámara que puede destituir ministros de estado y de la Corte Suprema. La ministra Fernández tiene a su cargo el monopolio de las armas. En caso de guerra seria la encargada de proteger el país ante cualquier agresión. Escenario que parece imposible hoy pero que ha sido varias veces en los últimos 100 años más que probable.
En ambos puestos saber lo que se hace o no se hace en su nombre resulta esencial. Conocer la ley, cuando se dictan justamente leyes, es un mínimo esperable, más aun cuando se ha sido senadora por décadas. Protegerse de cualquier tipo de chantaje o de escándalo que puedan dañar no solo la honra personal sino la seguridad del país no es menos esencial en el caso de la ministra de Defensa. Creer que una potencia extranjera, Venezuela para no ir más lejos, puede no usar pruebas de debilidad institucional tan evidentes en su beneficio es pecar de una ingenuidad que no se espera de quien, como Maya Fernández, ha conocido de cerca los vicios y la virtud del espionaje latinoamericano.
Salvador Allende cometió muchos errores, algunos graves, pero lo que lo transforma en un héroe de la república es haber sabido, hasta el final, entender que el cargo que llevaba sobre los hombres era más fuerte que sus deseos, ganas, olvidos, o torpezas personales. Fue hasta el fin, un fin lleno de honor, de gloria, el Presidente democráticamente electo de los chilenos. El ciudadano Allende, el político Allende, el padre Allende, el amante Allende, el amado Allende, el odiado Allende quedó, por el fuego de su sacrificio, purificado. No renunciar fue su forma de ser parte de la historia de los grandes, como renunciar fue la manera en que O’Higgins consiguió la grandeza.
En los dos casos supieron que sus vidas privadas, y sus negocios ídem, no podían sobreponerse al deber que habían asumido. Es por eso por lo que los honramos, es por eso por lo que no era una mala idea mostrar la casa de clase media sin aspavientos en que vivieron Salvador Allende y Patricio Aylwin. Mostrar justamente hasta qué punto esos hombres, que se opusieron a veces fieramente entre sí, vivían de modo parecido en barrios casi idénticos.
Idea, la de mostrar ese honor pasado, que choca con la picaresca del presente, la desidia o franca estulticia que resguarda ese legado, la perfecta torpeza (para llamarla de algún modo gentil), con que la historia se transforma en histeria o peor aún en historieta.
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