El Año Nuevo es una triste y emocionante oportunidad para abrazar el pasado propio y ajeno, mientras se escuchan los absurdos fuegos artificiales estallar. ¿Habrán sido amargas las uvas de la ira que consumieron los presos del anexo de la cárcel Capitán Yáber? ¿Habrán logrado que sus familiares les dejaran pasar, entre las rejas, suficiente ropa interior amarilla? El ritual de dar la vuelta a la cuadra con una maleta vacía para atraer viajes seguramente no pudieron cumplirlo estos presos VIP.
¿Se habrán abrazado los Sauer con Topelberg y estos, a su vez, con Hermosilla? La Navidad la pasaron juntos. Hermosilla aportó el pan de Pascua y su peculiar atuendo de viejo Pascuero, personaje al que se parece en todo menos el trineo y los renos. Los ex socios y enemigos se abrazaron felices como niños, según cuentan los testigos. Monsalve parece haber unido al grupo, tal vez porque comparte con casi todos los presos de élite del penal la capacidad de seducir a los incautos (y a algunos cautos también).
Porque, mientras que los delincuentes de otras cárceles comparten la herencia de la violencia —la sufrida y la infligida—, esta cosecha de presos, acusados de estafa, abuso sexual, cohecho y otras “bellezas”, tienen en común su peligrosa simpatía: esa capacidad infinita de caer bien y generar confianza, cueste lo que cueste.
¿Qué hice mal? ¿Por qué caí yo y no los demás? Ese debe ser un ardiente tema de debate en las celdas y pasillos. Aunque, seguramente, en el patio se olvida ese dolor, y vuelven a seducirse mutuamente, a conversar sobre su vida anterior, a añorar a las ucranianas o a sufrir celos infinitos porque sus exparejas exhiben sus cuerpos en sitios web o ventilan su historia de amor con un excuñado en programas de farándula.
También padecen al recordar a los colegas del gobierno o del partido que no los visitan, al hermano que se le subieron los humos a la cabeza, y a las transacciones de acciones que ya no pueden realizar.
Sin duda comentan lo que ocurre afuera, aunque esto debe parecerles cada vez más irreal. Tienen jueces, diputados, alcaldes y detectives constantemente nuevos para entretenerse. Cada mes surge un nuevo caso que revela a una “personalidad intachable” llena de manchas. Es como un colegio masculino donde todos los días son marzo.
Quizás juegan a dar conferencias de prensa y desbaratar bandas de delincuentes organizados. Quizás ganan casos ficticios e invierten millones imaginarios en la bolsa imaginaria. Pelean por el control remoto del televisor colectivo hasta que finalmente acuerdan ver juntos, por quinta vez, “The Shawshank Redemption”, “El Lobo de Wall Street” o “Se hará Justicia”, con Al Pacino. Aunque no, porque es muy difícil encontrar una película que refleje mejor su estado, el de la ciudad y el país que rodea la cárcel de mínima seguridad.
Esa película es “Todos a la cárcel” de Luis García Berlanga, estrenada en 1993. En un contexto donde gran parte de los dignatarios del socialismo español iban cayendo presos por corrupción, la trama cuenta la historia de un pequeño empresario que acepta pasar una noche en la cárcel como parte de la conmemoración del día del preso político de las cárceles franquistas, solo para intentar arreglar un negocio con el ministro de Cultura. Todo se complica cuando un mafioso verdadero intenta fugarse, y los ex políticos convertidos en ministros se mezclan con los presos comunes.
La película de García Berlanga retrata una sociedad donde hay más poder, glamour y mejores negocios en la cárcel que en las calles. Una cárcel donde, para algunos, conviene estar; donde otros sueñan con alojarse y hacer amigos que puedan ayudarles una vez libres. Pero, ¿existe la libertad? ¿Qué es la libertad? Son preguntas con las que rellenan los días interminables mientras esperan la hora del té y el rancho miserable, que mejoran con lo que sus familiares logran traer desde afuera: un ponche, un poco de cola de mono, un par de botellas de champán para celebrar que este año interminable, donde tanto murieron por la boca como peces, finalmente terminó.
Para el próximo, cabe desear que se sumen a Yáber animadores de televisión, actores, intelectuales, algún que otro obispo y doctores en sociología. Una orquesta, sobre todo, con todos sus músicos, para alegrar la eterna fiesta del recinto penitenciario.
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