Se podría definir la inoperancia en política como la capacidad de crear problemas donde no los hay. Cuando esta capacidad se une a la facultad paralela de agravar los problemas que sí se tienen estamos frente un caso incurable de incapacidad.
Si un funcionario es noticia por cualquier cosa menos por su trabajo, es una señal que algo no está bien. Los gobiernos normales intentan alejar lo más lejos posible de su seno a los creadores de problemas. Este no ha sido el caso de Antonia Orellana, sujeto de muchas columnas de este y otros columnista este año que termina, casi todas causadas por declaraciones altisonantes, conflictos en el gabinete, acusaciones al voleo, críticas a la prensa, y casi nunca por sus numerosas buenas iniciativas.
Logros que no logran opacar el hecho indesmentible de que, a pesar de instalar un sistema de vigilancia interministerial estaliniano en cuestiones de género, el mayor escándalo sexual en la historia de La Moneda pasó ante sus ojos sin que pudiera hacer, ni decir nada tampoco, medianamente coherente. A no ser el hecho de decir que Manuel Monsalve no era un portero cualquiera de La Moneda.
La última de las noticias protagonizada por la ministra es un modelo de lo que ha sido su modus operandi habitual. Por una serie de incapacidades propias y ajenas, la principal promesa de su cartera, la ley de aborto, quedó pospuesta entre las iniciativas presidenciales. Para nadie es secreto que lo que la pospone no es el esfuerzo de hacer una mejor legislación, sino la certeza de que esta no será aplaudida por un país que, asqueado por el feminismo punitivo de las nuevas generaciones, ha vuelto a la versión más conservadora del sentido común.
Todo eso podría dar lugar a un proceso de reflexión autocrítica de parte de quien encabeza el Ministerio de la Mujer. Pero se trata de una esperanza inútil. Colgándose de una esperable declaración del cardenal Chomali, Antonia Orellana logró desviar la atención de sus insuficiencias insultando no solo a un “príncipe de la iglesia” sino a los creyentes que adhieren, con todas las diferencias que son lícitas de manifestar, al magisterio de esa iglesia.
Es imposible que la ministra Orellana no sepa el peso de ese magisterio, y la importancia que tuvo en dictadura otro cardenal, insultado del mismo modo irónico por las autoridades de entonces. Antonia Cósmica viene del mundo del catolicismo de izquierda y de seguro que a ese mundo volverá.
La ironía no es parte de una crítica profunda a la iglesia o sus instituciones sino solo un modo absolutamente escolar de justificar no haber hecho bien sus tareas. Una técnica, la de culpar al clima, la muerte del abuelo, el profe que te tiene mala, que todos los padres conocemos de memoria. Una forma de hacer las cosas, o de no hacerlas, que habita en la psicología profunda del gobierno.
Se ha dicho muchas veces y los datos parecen confirmarlo, que ésta es la generación más educada de nuestra historia. Y es cierto que hasta el menos empeñoso de los dirigentes del Frente Amplio tiene uno o dos posgrados en Chile y en el exterior. Lo que no se dice es que esa educación se impartió en instituciones educativas bombardeadas por programas contradictorios, en manos de profesores perdonavidas, bajo un nivel de exigencia bajísimo. Esto en Chile, en que un doctorado puede no saber que Beethoven era sordo, es particularmente visible, pero lo es también fuera de Chile.
Estudiar en Harvard es por cierto siempre un logro, pero eso no quita que este Harvard de hoy no tiene nada que ver con el Harvard de ayer. Lo mismo Cambridge o La Sorbona. Las técnicas para sacar la vuelta, para conseguir certificados médicos, para echarle la culpa al empedrado, es lo único que se ha refinado en la educación posmoderna. Incluido, por cierto, en primer lugar, la técnica de indignarse, botarse a huelga, tomarse la escuela, ofenderse en el alma siempre en período de exámenes, siempre y cuando podrías correr el riesgo de reprobar.
El enojo perpetuo, la indignación naciente, la sensación de ofensa profunda con que nos impresionó a nosotros sus profesores la generación de la Toti, que es la que siguió a la del Presidente, de tono más político, es decir más dialogante, era sabemos ahora, en el fondo una manera refinada de sacar buenas notas sin dar las pruebas de rigor.
El llamado a cuestionarte tus privilegios era justamente una forma de construir sus propios privilegios. El privilegio de que nadie los cuestionara nunca por nada. La funa era una forma de evitar que nadie viera sus insuficiencias. Las máscaras lilas, violetas o rosadas, una forma de no dar la cara.
Fuimos todos parte de una gran estafa, la de los castigadores que querían para ellos la impunidad. La de los observadores, los vigilantes, las “alertas” que no querían que las vieran a ellos.
Los resultados están a la vista. Apenas el miedo y la culpa se acaba, todos pueden ver en los hechos que se hace más o menos mal lo mismo que hacían más o menos mal los otros gobiernos. Claro que insultando -cuando están a punto de pillarlos- a quien tiene el único defecto de no creer lo mismo que crees tú. O más bien el que tiene el defecto supremo de creer en algo, cardenales, rabinos, pastores, intelectuales. Porque si algo queda en claro después de ver cómo la generación que nos gobierna ha abdicado de todas sus convicciones, sin abdicar del poder que consiguieron gracias a ellas, es que quizás nunca creyeron en nada.
Ley de Aborto: El trasfondo de la cuestionada embestida de Orellana contra Chomali (y la respuesta del arzobispo).https://t.co/G3OhqE0Mxn
— Ex-Ante (@exantecl) December 27, 2024
Una candidata con reales posibilidades de llegar a La Moneda no puede darse el lujo de cometer errores de ese calibre. En política, la diferencia entre liderar y naufragar muchas veces está en saber cuándo callar, cuándo explicar y, sobre todo, cuándo no repetir los errores del pasado.
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