No fueron más de dos semanas. Pero durante el breve lapso en que Chile hospedó los Juegos Panamericanos, el espíritu del pajarito Fiú se coló en el ánimo colectivo, en la pauta noticiosa, en los matinales, y hasta en la actitud de los políticos. Otro gallo cantaría, reflexionaron varios, si ese espíritu reinara todo el año.
Luego fue el rechazo de la segunda intentona constituyente. Habíamos tropezado con la misma piedra: la mayoría quiso imponer sus términos y ofreció un texto partisano, en un proceso cargado de adversarialidad que terminó con un “que se jodan”. Por unas horas, quizás unos días, el mundo político interpretó que los chilenos querían colaboración en lugar de enfrentamiento. ¿No habrá llegado la hora de cambiar el switch?
Luego vino el trágico accidente que le costó la vida al expresidente Sebastián Piñera. Moros y cristianos reconocieron sus cualidades y destacaron su legado, especialmente su inquebrantable voluntad de superar las diferencias con miras a un objetivo común. Piñera no conoció el rencor, repitieron. Se recordó eso de “seamos mejores para que los tiempos sean mejores”. Duró lo que duraron los cirios fúnebres en consumirse.
La semana pasada, el líder de Republicanos José Antonio Kast basureó al presidente Gabriel Boric en la cumbre madrileña de las extremas derechas del planeta. Lo tildó de “travesti político” por cambiar de actitud en materias de orden público y respaldo a Carabineros. Uno pensaría que, desde la perspectiva de la derecha, se trata de una buena noticia: es mucho mejor que Boric gobierne con ideas sensatas y moderadas a que cumpla su programa original.
Pero a Kast no le interesa mostrar generosidad ni grandeza de espíritu. No es Piñera ni menos Fiú. Su negocio es otro: polarizar afectivamente la conversación para rentabilizar el clima adverso que experimenta el gobierno. Esa fue la receta con la que accedieron al poder Donald Trump, Jair Bolsonaro, y recientemente Javier Milei: a punta de denostar a los adversarios. Es esa la receta que viene aplicando Kast desde 2017.
En medio de tanta alharaca por la crisis de la democracia, es bueno contextualizar el papel que juega el deterioro del lenguaje y la pérdida del respeto cívico. Según la tesis que exponen Levitsky & Ziblatt en su best seller How Democracies Die, las democracias se van erosionando por dentro cuando los elencos que disputan el poder van cruzando ciertas líneas. Entre estas red flags está el ninguneo y la denigración sistemática de los oponentes.
Esto no solo afecta la calidad de la convivencia -pedir amistad cívica es una ingenuidad a estas alturas- pero tiene otro impacto indirecto: al alimentar el odio de la tribu propia respecto de la tribu rival, es más costoso aceptar la derrota. Ya no acceden al poder solo los que piensan distinto, sino unos inmorales que detesto y con los cuales no tengo nada en común. Ese es el marco que explica los disturbios del Capitolio en 2021 y de Brasilia en 2023.
Es cierto que Kast no habla de los “zurdos de mierda” (Milei dixit) ni anima a sus partidarios a corear “lock her up” (Trump dixit). Pero dada su actual posición desmejorada en las encuestas, su estrategia racional es subir la apuesta. Tiene que resarcirse luego del bochorno constituyente y dar caza a Evelyn Matthei. La única forma de hacerlo, pareciera, es convertirse en el antagonista perfecto de Boric.
Esto podría darle resultados. Pero es pan para hoy, y hambre para mañana. Los partidos y actores políticos que ascienden por su rol de protesta, ya sean de izquierda o de derecha, tienen luego dificultades para gobernar. Son buenos para denunciar y criticar, y la gente vota por ellos para vehiculizar su frustración. Pero luego tienen que conducir el buque y aunar voluntades en torno a un propósito común. Es muy difícil hacerlo cuando dinamitaste los puentes y destruiste todas las confianzas. Le pasó a la Lista del Pueblo en la Convención, le pasó a Republicanos en el Consejo.
Otro ejemplo, como se ha dicho hasta el cansancio, lo constituye el propio elenco del presidente Gabriel Boric, que ascendió meteóricamente en la política chilena basureando todo lo existente, y fue especialmente mezquino como oposición a Piñera. Nadie lo tiene más claro -y lo sufre- que el propio Boric, que cada vez que implora unidad de propósito le sacan en cara alguna bravata juvenil.
Paradójicamente, el verdadero desafío aquí lo tiene Matthei. Ni la apelación a la caridad cristiana es capaz de descarrilar a Kast de su estrategia de demolición. Pero Matthei tiene una decisión que tomar. Si se muestra muy blanda, le regala a Kast el flanco derecho y la narrativa babosa de la “derechita cobarde”. Si se muestra muy dura y siembra vientos de hostilidad, está hipotecando el clima de su futuro gobierno. Ya estamos necesitando a alguien que le ponga el cascabel al gato.
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