“La sociedad moderna no es visible para nadie, ni inteligible continuamente en su totalidad”. La afirmación de Walter Lippmann data de principios de los años noventa, sin embargo, cada día que pasa, ella se refuerza. Y así también, la constancia del problema que enfrentamos cuando nuestro arreglo político fue diseñado en tiempos que no existía el motor a combustión. Es decir, un paradigma social y tecnológico absolutamente diferente.
Además, durante esos años, el cambio no era constante. Si bien nadie podía ver el futuro, al menos, se esperaba cierta estabilidad. Un par de siglos después, no somos capaces de predecir prácticamente nada relacionado con las ciencias sociales. Las proyecciones económicas a más de 12 meses suelen ser erradas, durante el cambio de milenio no esperábamos ser adictos a nuestros teléfonos un par años después, el 2007 no se predijo el colapso del sistema financiero mundial, el 2010 nadie auspiciaba lograr semejantes avances en inteligencia artificial durante la siguiente década, y el 2021 se hablaba de la posibilidad que Rusia invadiera Ucrania. En buena medida manejamos en la oscuridad con luces bajas.
Nadie puede realmente entender y controlar el mundo, pero hemos vivido pensando que podemos. Por lo mismo, esperamos que nuestros gobernantes efectivamente logren definir el futuro con las precarias herramientas institucionales que tienen a mano. Sin duda necesitamos una reforma política para darle más gobernabilidad al país, pero estamos teniendo esta discusión mirando el retrovisor. No estamos considerando la incapacidad de nuestras estructuras políticas para comprender y, por ende, gestionar la complejidad e incertidumbre de la sociedad contemporánea. De hecho, la fascinación por el carisma y la personalización de la política es un síntoma que renegamos de este desafío.
Buscando orientación, comencemos por la ley de Ross Ashley, la que establece que un sistema para mantenerse estable necesita de un nivel de complejidad igual o superior al de su entorno. Dicho de otra forma, solo más complejidad puede lidiar con la complejidad. Esto en términos políticos, implica sofisticar nuestro arreglo institucional y diseñarlo para un escenario incierto.
Si a esto le sumamos la progresiva frustración y desafección hacía la democracia, la creciente validación de herramientas autoritarias y el alza de líderes populistas, entendemos que el desafío es aún mayor. Estos últimos fenómenos son un síntoma de que el diseño de las democracias liberales no está cumpliendo las expectativas de sus ciudadanos. No es de extrañarse cuando las reformas al sistema de salud y pensiones llevan 15 años sin solución.
¿Qué necesitamos? Un arreglo institucional ágil, flexible, técnicamente competente y eficaz, más allá de los elementos propios de los diseños liberales donde la representación, la deliberación y el debido proceso están en el corazón. ¿Cómo lo logramos? Tal como jugamos futbol.
Los espectadores en un Estadio son los ciudadanos, el director técnico es quien define el diseño institucional y los jugadores son sus instituciones públicas o agencias del Estado. Hoy, en la práctica, los espectadores elegimos al capitán esperando que el equipo juegue como él, pero no funciona así la cosa. Sin embargo, lo que, si puede ser efectivo, es que el “profe”, defina los roles de cada jugador en la cancha, teniendo en cuenta el mandato de la hinchada, “meter más goles que el adversario”. Con ese objetivo en mente, arreglará una formación ex-ante teniendo una certeza: los jugadores respetarán las reglas y seguirán la estrategia acordada, pero en última instancia harán los que quieran. Solo así podrían llegar a ganar. El entrenador no puede definir cada jugada, cuando patear al arco, ni cuando arriesgar una falta. La autonomía de cada jugador es lo que les permite reaccionar – en tiempo real – a un rival que impredecible, que improvisará y hará todo lo posible para ganar. Son millones de decisiones en un partido, y es imposible que cada una fuese consultada con el capitán, el entrenador o la hinchada. Hacerlo significaría quitar los ojos de la pelota, y que nos metan un gol.
Por eso mismo nos están ganando por goleada.
Hoy tenemos un arreglo donde solo algunos jugadores juegan con autonomía y son competentes (Banco Central o el Servicio de Impuestos Internos), y por lo mismo, ellos dos que están en la defensa, hacen religiosamente la pega trancando más pelotas de las que imaginamos. Sin embargo, el medio campo y los delanteros viven en una discusión eterna con el capitán. La hinchada pifea, ellos responden con un par de gambetas, pero sin goles. El D.T. grita desde el borde de la cancha, pero no es suficiente. Los que están dentro de la cancha son los únicos que pueden ejecutar y la estrategia es que todo se conversa. Nada de jugar de primera.
El equipo contrario no afloja. Cambios tecnológicos, sociales, económicos y políticos no terminan por ser digeridos por los jugadores de nuestro equipo. Siguen discutiendo una patada del primer tiempo, y tampoco es su culpa, la estrategia fue pensada para una época dónde se jugaba más lento.
La realidad es que vivimos en un mundo donde la interconexión y la interdependencia de sistemas, tanto a nivel nacional como internacional, han alcanzado un grado de complejidad tal que desafía nuestra capacidad de comprensión y gestión. La única solución es darle la autonomía a cada jugador o institución, y solo así, crearemos la inteligencia colectiva de un equipo que juega bien. Dejarlos correr, marcar o patear cuando lo estimen conveniente en su ámbito de acción o rol. A su vez, hay que diseñar mecanismos de colaboración para que no sean solo personalismos. Ya no están los tiempos para procedimientos añosos, necesitamos protocolos ágiles. La hinchada está impaciente y el contrincante más impredecible que nunca.
En conclusión, enfrentamos el desafío de construir un sistema político que enfrente la complejidad de la sociedad moderna con más instituciones autónomas y técnicamente competentes. Esto no es una tarea fácil, pero es esencial si queremos crear un futuro en el que la gobernanza sea efectiva, justa y, sobre todo, capaz de manejar desafíos que aún no podemos prever. Nuestro sistema político debe evolucionar; de lo contrario, nos arriesgamos a ser meros espectadores de un futuro al que no sabremos cómo reaccionar.
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