No parece una buena idea atribuir a la violencia la apertura al cambio institucional -ni validar como héroes o víctimas a quienes la ejercieron- ya que legitima un camino peligroso incluso para la propia Convención.
“La violencia que acompañó los hechos de Octubre fue consecuencia de que los poderes constituidos fueron incapaces de abrirnos una oportunidad para crear una Nueva Constitución”, así reza la declaración de la Convención Constituyente aprobada por más de 2/3 de los constituyentes.
Se ha debatido si acaso esa frase responde a una intención de una parte mayoritaria de la Convención de validar la violencia como medio para obtener fines políticos.
Habría que discutir, como lo propone la socióloga argentina Claudia Hilb, si los hechos violentos de octubre 2019 se trataron de una violencia reactiva, es decir una violencia desatada espontáneamente ante la imposibilidad de hacerse escuchar por medios pacíficos o institucionales; o de una violencia racionalizada, esto es una violencia organizada y sostenida que sustituye a la política como medio para lograr un fin. Al parecer los constituyentes se inclinan por la primera de las hipótesis.
Supongamos que sea así. El relato entonces es que nuestra democracia regida por la Constitución de 1980, con todas sus modificaciones, ha sido incapaz de escuchar y reaccionar eficiente y oportunamente ante las demandas y subjetividad del pueblo chileno, el que cansado de la desidia del sistema político, decide salir a las calles y actuar violentamente. En este caso, la violencia ejercida no se propondría sustituir a la política, sino que restablecerla a través de un nuevo órgano: la Asamblea Constituyente.
El problema de este relato es que la violencia continuó a pesar del inicio del proceso constituyente en octubre 2020 con el plebiscito y ahora con la conformación de la Convención. Es sabido que el ejercicio de la violencia otorga a los miembros de los grupos que la ejercen un alto sentido de pertenencia y lealtad interna, una identidad que se acompaña de una lógica sacrificial donde el valor de la vida se relativiza en pos de la causa.
La experiencia de poder que se genera en la acción colectiva organizada o espontánea convoca a su repetición y mantención en el tiempo. Lo hemos visto cada viernes después de octubre 2019, violencia callejera indiferente al inicio del camino constituyente y sólo interrumpida por la pandemia.
En definitiva, la violencia adquiere una dinámica propia, muchas veces sin considerar que toda acción genera una reacción, a veces proporcionales a veces desmedidas, que producirán la temida espiral de la violencia. La experiencia latinoamericana y chilena ha sido ilustrativa al respecto.
Los problemas de aceptar un relato que valida la violencia política son dos: por una parte, el aspecto moral, esto es que la violencia actúa sobre la base de la imposición física del que está decidido a ejercerla, del miedo de los que la sufren, del chantaje hacia los que toman decisiones y de la coacción sobre el conjunto de la sociedad; y, por otra parte, que si a través de esas lógicas alguien cree haber logrado sus objetivos, los grupos que la ejercen no tendrán incentivos para dejar de usarla en pos de nuevos propósitos cada vez más ambiciosos.
En este sentido no parece una buena idea atribuir a la violencia la apertura al cambio institucional -ni validar como héroes o víctimas a quienes la ejercieron- ya que legitima un camino peligroso incluso para la propia Convención.
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