Es difícil comprender cómo un gobierno de izquierda puede proponer un proyecto que, en la práctica, aumentará la segregación social en la educación superior (FES). La nueva ley de financiamiento universitario, que elimina el Crédito con Aval del Estado (CAE) y propone un sistema de préstamos solidarios, que dice ser noble en su intención, pero ignora las consecuencias reales de su implementación.
Primero, vamos por las prioridades y las necesidades reales de nuestro país para mejorar la educación en su conjunto.
Chile, en relación con su PIB, destina más recursos que el promedio de la OECD en educación terciaria y menos que el promedio en educación escolar, justamente el inverso que se suele observar en países desarrollados que priorizan la educación básica. De hecho, el 86% de la propuesta de aumento de presupuesto está destinado a educación superior, y actualmente este ítem en las finanzas públicas ya tiene más del doble de recursos que lo destinado a educación preescolar.
Esto en un contexto, donde desde el estallido social y pandemia, enfrentamos un ausentismo escolar alarmante, con más de 670 mil niños presentan inasistencias graves ¿No deberíamos centrarnos en eso? Las capacidades que un niño no desarrolla antes de los 5 o 10 años son irrecuperables a los 20. Seguir gastando en universitarios puede ganar votos, pero no aborda el fondo del problema educacional: es imposible tener buenas universidades con escolares pobremente formados. Tristemente, los verdaderamente vulnerables ni siquiera llegan a las aulas escolares, y menos, a las universitarias.
Segundo, hecho el punto anterior, el voluntarismo de este proyecto es evidente, esperando que el mercado y las instituciones funcione como al gobierno le gustaría, ignorando cómo operan en la realidad.
Cuando el gobierno fija los aranceles, pretende conocer mejor que las propias universidades cuánto cuesta formar a un estudiante y operar una institución de investigación. De hecho, para cumplir que la propuesta de que los egresados no paguen más de un 8% de su sueldo con un tope de 20 años, para que los números den, los aranceles universitarios deben bajar considerablemente. Así, al definir los aranceles, no permitir copago, ni créditos complementarios, forzará una mayor segregación social, creando tácitamente universidades para ricos y otras pobres. Raya para la suma: el diseño de esta política pública crea un sistema segregado.
Le dirá a quienes no pueden pagar y necesiten de apoyo estatal: “Vayan a las universidades baratas”, aquellas a las que el Estado les fija el arancel. En paralelo, las universidades que no puedan operar con estos costos dado que tienen una mayor complejidad, con investigación y profesores más requeridos, enfrentarán un dilema: ¿dejar de recibir estudiantes con apoyo estatal o ajustar sus costos de golpe destruyendo sus capacidades académicas? Muchas optarán por lo primero, dando paso a universidades destinadas exclusivamente para quienes puedan pagarlas o estén dispuestos a endeudarse en el sistema bancario.
Si este proyecto se aprueba, descubriremos cuán deficientes pueden ser las universidades a mitad de precio, y ese resultado lo sufrirán los estudiantes vulnerables. Transformar las universidades en instituciones más eficientes es un proceso largo y complejo. Para eso es necesario trabajar en mejores gobiernos corporativos, y en financiamientos sujetos cumplimiento de metas, como aumentar la empleabilidad de sus egresados o prevenir la deserción de sus estudiantes. Lamentablemente el proyecto no va en esa dirección. Por el contrario, ofrece la versión más cruda del poder monopsónico (aquel donde hay un solo comprador); véndame a mi precio o quiebre. La respuesta inevitable será que cortar costos a corto plazo – profesores, investigación, manutención e infraestructura – sacrificando cualquier proyecto de eficiencia y calidad de largo plazo.
De avanzar esta ley, las universidades, vehículos esenciales en la integración social, construcción de sentido común, creación de cultura y punto de encuentro de la diversidad, pasarán a ser instituciones meramente transaccionales, buscando optimizar el egreso de estudiantes a un precio dado, sin tomar en cuenta empleabilidad o investigación. La eficiencia en instituciones tan complejas no puede ser mono variable, ni menos responder a un solo mandante. Sin duda el diseño del sistema universitario tiene mucho por mejorar, pero este no es el camino.
Necesitamos una política educativa integral que priorice el desarrollo temprano, mantenga la calidad y autonomía de las universidades, y establezca un sistema de financiamiento justo y sostenible. La verdadera equidad no se logra igualando hacia abajo, sino elevando las oportunidades desde la base. Es hora de que nuestros políticos entiendan que la educación es un camino largo, no un atajo para ganar votos.
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