Existe la sensación o percepción de mayor corrupción en Chile. De hecho, Chile ha caído en el ranking de percepción de la corrupción de Transparencia Internacional sostenidamente en los últimos años y más allá de los reparos metodológicos a los rankings de “percepción”, al menos podemos decir sin temor a equivocarnos, que hemos sido testigos de demasiados escándalos en el último tiempo.
Pero, ¿qué es la corrupción y cuándo estamos en presencia de ella?
No existe una definición generalmente aceptada, pero prefiero utilizar la definición moral y sociológica de corrupción que la asocia al abandono de un deber posicional. Podemos decir, entonces, que corrupción consiste en el abandono de un deber de carácter posicional (como contrapartida a un deber de carácter moral) a razón de un interés privado.
Generalmente se tratará de deberes que se tienen con el Estado, aunque también podría tratarse de deberes posicionales privados. Por ejemplo, un jugador de fútbol que hace lo posible por perder estaría abandonando un deber posicional privado y sería un corrupto. Lo mismo un árbitro que ignora una agresión evidente y no muestra la correspondiente tarjeta roja (permítanme este último ejemplo, aunque pueda ser algo sesgado en días de Copa América).
Pues bien, ¿qué pasó en el Chile de antaño que se distinguió por bajos niveles de corrupción?
Una tesis es que Chile tuvo un comportamiento fruto de la aristocracia dominante. Chile se caracterizó en el pasado por tener una minoría (una elite diríamos hoy) con conciencia aristocratizante que impuso pautas de comportamiento en la sociedad, consecuente con la conciencia del linaje y la propia nobleza.
Hay quienes como el profesor Patricio Silva en el libro “La República Virtuosa”, que explican que la probidad en Chile se debió a que desde el siglo XVI fue un país en guerra, que desarrolló el ejército y el Estado con reglas modernas de control.
Como sea, todo indica que esta percepción está en crisis y la explicación podríamos encontrarla en lo que el profesor Carlos Peña le gusta denominar la “modernización capitalista”. De esta forma, el rápido crecimiento económico del país habría traído mayor modernidad, pero al mismo tiempo una cultura de la individualidad exagerada que se tradujo en desatención de principios o valores.
En este nuevo tipo de sociedad se enfatiza la conducta innovadora que persigue algunos fines estimables (como la riqueza, el éxito, el poder), sin preocuparse en demasía de los medios para alcanzar esos fines.
Más allá de las explicaciones del fenómeno ¿es realmente posible un país sin corrupción?
Si bien vivir en un país sin corrupción es un deseo estimable, no deja de ser por ello una utopía. La corrupción, decía Aristóteles, acompaña a todas las sociedades y esto sucede, decía, porque el origen de la corrupción son las pasiones humanas.
Probablemente en el origen, entonces, está la incontinencia humana por aumentar indefinidamente los bienes, en los más favorecidos, y por conseguirlos alguna vez, en los pobres.
El mismo Aristóteles señala que en el polo opuesto de las pasiones está la ley, definida como un ordenamiento racional que carece de pasión.
Y en este punto parece que está uno de los asuntos claves de la crisis que nos afecta en materia de corrupción en Chile: en que hemos presenciado comportamientos sociales que homenajean poco a la ley.
No solo se trata de la anomia juvenil que se viene denunciando desde hace tiempo (la pérdida de la autoridad de la figura del profesor, es un ejemplo de ello), sino incluso de nuestros jueces que, con el pretexto de hacer justicia, desatienden el texto expreso de la norma o bien que operan como hábiles lobistas de otros jueces o candidatos a ocupar plazas de notarías.
Por ello, si queremos recuperar nuestros niveles de probidad, debemos comenzar por recuperar el valor de las normas.
El respeto riguroso a la ley, entendida como fruto de un proceso racional de confrontación de opiniones, debe ser el comienzo de cualquier remedio a la corrupción.
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