De todas las formas en que se pudo haber enfrentado la crisis de Monsalve, el gobierno escogió la peor. Se equivocó en todo y se metió en una situación irreversible. La lista de responsables es larga, partiendo por el propio Presidente de la República Gabriel Boric que le dio espacio a Monsalve en el primer lugar, y después se demoró en removerlo cuando ya se le había reportado todo lo que había ocurrido.
Sigue con los asesores cercanos, Crispi y Durán, que presuntamente pensaron que sería buena idea permitirle a Monsalve viajar al sur y exponer en el Congreso antes de actuar, y con todos los demás coordinadores estratégicos, analistas logísticos, profesionales de las unidades de conflictos, y periodistas de la cartera que, teniendo todos los antecedentes sobre la mesa, como ahora sabemos, decidieron mirar hacia el lado, no solo para salvar su trabajo, sino también para proteger a la administración que probablemente aún creen que llegó con derecho divino a hacerse cargo de décadas de dejación.
Por lo mismo, es evidente que el asunto va más allá de las personas, las situaciones y sus responsabilidades individuales, porque todos pueden equivocarse, y ciertamente también pueden ser redimidos, pero cuando los errores son tan sistemáticos, consistentes y consecutivos, y no hay forma de revertir los daños, es claro que el origen trasciende lo individual.
La crisis de Monsalve no es una excepción; es lo que ocurre normalmente cuando la superioridad moral se asienta en la complacencia.
El asunto es que la mezcla es especialmente tóxica cuando el diseño político es fallido. Y esa es precisamente la situación aquí, pues la izquierda que gobierna, que llegó al poder de forma accidental, como tan certeramente describe Carlos Peña, simplemente nunca entendió sus limitaciones. Armaron un gobierno en una cámara de eco pensando que nada podría salir mal.
A su modo y con tiempo, el equipo cercano al presidente Boric se preocupó de que hasta el más mínimo detalle saliera tal y como lo leían en las historias de Galeano, las notas de Mujica, los estudios de Piketty, los best sellers de Naomi Klein y las teorías de Mazzucato.
Aun así, fracasaron. Teniendo todo para triunfar, la cancha despejada y el permiso popular, fracasaron. Será un caso de estudios por décadas, pero desde ya es evidente que uno de los problemas centrales tiene que ver con lo comunicacional, que ha demostrado una y otra vez ser la herida por la cual se desangra.
Para entretener la premisa, hay que conceder primero que para esta administración todo es forma y nada es fondo. Una y otra vez, la estética se impone sobre el pragmatismo. Y como resultado, se habla mucho, pero se hace poco. Se diagnostica todo y se resuelve nada.
¿Y cómo se sabe esto? Pues bien, basta constatar que el tiempo que se invierte hablando de trabajo, delincuencia y salud es inversamente proporcional a los resultados. El desempleo está en cifras históricas, la inseguridad nunca había sido tan alta, y las listas de espera están copadas.
A pesar de esto, el Presidente insiste en que el problema no son las cifras, sino la mala voluntad de la contraparte. Así, se entiende que la crisis económica es culpa de los empresarios y la desaprobación de los medios.
¿Por qué se ha impuesto esta visión? Pues bien, porque no hay otra forma de explicar el fracaso. Para una administración que nunca anticipó que enfrentaría problemas, que nunca quiso compartir el poder, pero que sabe que a sus principales exponentes les quedan al menos otro par de décadas en la primera línea, conceder es morir.
Afortunadamente, la verdad se empieza a revelar. Al igual que al final de El Mago de Oz, cuando se cae la cortina y se descubre que el gran mago no era más que un hijo de vecino, la gente se está dando cuenta de la magnitud del engaño.
Sin la crisis a causa de Monsalve quizás el mago aun estaría tras la cortina. Pero, por la forma en que se ha abordado el asunto, y lo mal que se ha comunicado lo poco que se ha hecho, el resultado ha sido devastador.
La vocera, a quien siempre se le ha considerado una política habilidosa, ha tenido que salir a defender lo indefendible, con una actuación muy por debajo del estándar. Cuando tuvo que hablar de Monsalve, no estuvo. Y cuando tiene que hacerlo, no lo hace. No contribuye a que los periodistas puedan comprender y comunicar los hechos. No se le pide lo imposible, se le pide ser consistente con lo que ella misma le exigía al gobierno pasado cuando era opositora.
Vallejo, que por lo demás es reconocida internacionalmente como uno de los artífices de la victoria de la izquierda y en Chile como arquitecta del diseño político de La Moneda, le está cavando un hoyo inescapable a Boric, profundizando el antagonismo con la prensa como si la culpa de que La Moneda estuviera en crisis fuera de los periodistas. Cada conferencia de prensa se ha vuelto una disputa a muerte, en que los hechos se manosean cada vez un poco más en nombre de la verdad, y el resultado ha sido una versión irreconocible de lo que todos entienden que pasó.
En vez de tomar el camino alto, admitir el error, pedir disculpas, hacer los cambios que se necesitan hacer, el gobierno está empujando la situación a límites que no se habían visto en décadas. La consecuencia, sin embargo, no será la interrupción de la democracia (para que no se interprete mañosamente el argumento), la consecuencia será la degradación paulatina de la democracia que se dice defender.
Si el próximo gobierno sigue la línea de Vallejo, y decide contestar algunas preguntas, pero otras no, y eludir algunos temas, pero otros no, estará completamente justificado.
Vallejo, impulsada por los incentivos de la estructura política del gobierno que ella misma ayudó a diseñar e instalar, está menospreciando no solo la libertad de prensa, sino que además evitando asumir la responsabilidad que todos entienden que no se ha tomado. Está haciendo de un problema grave, uno peor. De seguir insistiendo en la estrategia de la victimización, llegará el punto en el que ninguno de los moderados ni agnósticos estará dispuesto a seguir simpatizando con su causa ni con lo que representa.
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