El mal de Dorian Gray. Por Kenneth Bunker

Ex-Ante

Cuando el Frente Amplio se fundó, era diferente. Era, a todas luces, una coalición genuina, con ideas razonables que apuntaban a renovar a la izquierda. Pero luego del triunfo electoral de 2017, cuando entraron con relevancia al Congreso, la cosa cambió. El poder los corrompió. Quizás sin darse cuenta, se fueron enamorando de sí mismos y de sus ideas. Como Dorian Gray, firmaron un pacto con el poder que los divorció de su propia imagen, dejando que la pureza de su juventud y falta de experiencia los engañara y les permitiera pensar que, por no haber cometido los mismos errores de sus antecesores, eran moralmente superiores.


Esta semana el diputado del Frente Amplio Gonzalo Winter sacó un conejo del sombrero. Tratando de justificar la idea de no multar a quienes no vayan a las urnas a votar, terminó hablando de una ley “anti-pobres”. Así, en contra de todo lo que indica toda la literatura, teoría y evidencia, pidió a sus colegas disolver el voto obligatorio.

Pero la verdad es que a Winter lo que menos le preocupa son los “pobres”. Lo que quiere es eludir el voto obligatorio porque entiende que su gobierno es impopular y, si se le obliga a la gente a ir a votar, votarán en contra de ellos.

No sorprende y menos del diputado Winter, que llegó a duras penas arrastrado por el voto del entonces popular Giorgio Jackson en el distrito 10 en 2017. Con apenas 5 mil votos (1,2% de los válidos emitidos en la unidad electoral), llegó en ese momento como vagón de cola al Congreso, y desde entonces solo ha producido polémicas artificiales y problemas variopintos, desde incentivar la violencia en el estallido social y obstruir el proceso de pacificación, a promover ideas octubristas trasnochadas y generar noticias por sus coreografías en TikTok.

Winter es el mejor ejemplo de los problemas que producen sistemas electorales demasiado permisivos (como se ha vuelto el chileno). Con hechos, demuestra por qué arrastrados como él pueden producir más daño que bien en el proceso político, y lo fácil que resulta adoptar posiciones extremas y absurdas sin tener que sufrir consecuencias.

Winter entró por la ventana y ahora no se quiere ir, pues a pesar de su inutilidad práctica, probablemente será elegido para un nuevo período en la próxima elección.

El último incidente es particularmente preocupante, en tanto no solo demuestra su aparente limitación intelectual para entender las razones de por qué el voto obligatorio fue repuesto por sus propios colegas, sino que además demuestra los alcances a los cuales está dispuesto a llegar para conseguir lo que le conviene, aun cuando se trata de utilizar a los más vulnerables para aquello.

Incluso, si Winter entendiera que el voto obligatorio es lo que ecualiza la cancha en materia socioeconómica, y que es todo lo contrario a lo que él denuncia como una ley “anti-pobres”, aún quedaría lo segundo, el hecho de que a él no le complica nada inventar artilugios y mentiras que suenan bien pero que traen consecuencias sistémicas.

Winter es capaz de poner en juego el bienestar de la nación solo para obtener una pequeña e insignificante victoria política (que probablemente tampoco sabrá aprovechar).

Lamentablemente, lo de Winter no es un hecho aislado, es un asunto generalizado en su sector político. Winter no es el único que se ha dado permiso para legitimar discursos radicales absurdos. Es, por ejemplo, lo mismo que hace su colega de bancada Jorge Brito, que hace solo algunos días demostró que tampoco entiende absolutamente nada de lo que pasa en país, al proponer regular la captura de los peces por ser seres sintientes.

Ni Winter ni Brito están pensando en el país, en los millones trabajadores, o de cómo mejorar la calidad de vida de los chilenos de a pie. Brito y Winter están pensando en sus agendas valóricas y sus futuros políticos.

No siempre fue así. Cuando el Frente Amplio se fundó, era diferente. Era, a todas luces, una coalición genuina, con ideas razonables que apuntaban a renovar a la izquierda. Pero luego del triunfo electoral de 2017, cuando entraron con relevancia al Congreso, la cosa cambió.

El poder los corrompió.

Quizás sin darse cuenta, se fueron enamorando de sí mismos y de sus ideas. Como Dorian Gray, firmaron un pacto con el poder que los divorció de su propia imagen, dejando que la pureza de su juventud y falta de experiencia los engañara y les permitiera pensar que, por no haber cometido los mismos errores de sus antecesores, eran moralmente superiores.

Pero, como era obvio, han ido cayendo, poco a poco, en los mismos pecados que los demás.

Con el tiempo, han ido cediendo ante casi todas las tentaciones posibles, desde la corrupción y el nepotismo hasta la banalización del progreso y la negación de la realidad. Y a pesar de que no lo aceptan, todos los demás lo ven.

Lo que partió como comedia está terminando como tragedia. Si antes era materia de burla el hecho de que no fueran capaces de entregar resultados, ahora se están comenzando a ver los efectos reales.

Lo más preocupante es que, por el pacto con el poder, no lo pueden reconocer. Si están dispuestos a usar a los “pobres” de forma tan burda (e incorrecta), es porque están dispuestos a hacer lo que sea.

Enamorados de la imagen de lo que una vez fueron, ya no tiene ni escrúpulos para pedirlo todo cuando no han dado nada.

Pero, como con Dorian Gray, aquí también vendrá el momento de la verdad, cuando quede al descubierto que los jóvenes promesas ya no son jóvenes y que sus promesas no fueron nunca más que eso: promesas.

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