Gobierno de Putin hasta 2030 en Rusia: dos libros claves para entenderlo

Bernardo Solís
Cedida.

La periodista rusa Masha Gessen ha documentado con ojo certero la dictadura rusa y sus efectos sobre la sociedad. Hay dos libros suyos que son fundamentales para entenderla. El primero es de 2012, El hombre sin rostro. El sorprendente ascenso de Vladímir Putin (Debate, 320 páginas), del que años más tarde extrajo un capítulo, Autobiografía de un matón, que abarca desde los años juveniles de Putin hasta su salida de la KGB. El segundo es una investigación coral llamado El futuro es historia: Rusia y el regreso del totalitarismo (Noema Turner, 2018, 600 páginas).


Qué observar. En una elección calificada como “farsa” por los medios occidentales, donde no tuvo rivales relevantes y que estuvo marcada por la reciente muerte en la cárcel del principal líder de la oposición, Alexei Navalny, el Presidente ruso Vladimir Putin se impuso con más del 87% de los votos, según los primeros datos informados.

  • El ex director de los servicios de seguridad de Rusia y ex agente del KGB tiene 71 años y asumió como Presidente el 31 de diciembre de 1999 cuando sucedió a Boris Yeltsin, cargo que mantuvo hasta 2008.
  • Entre ese año y 2012 ejerció como primer ministro, pero no abandonó su rol como el “hombre fuerte de Rusia” mientras su aliado Dmitri Medvedev ejercía la presidencia. Volvió a la jefatura de Estado en 2012 y en 2020 reformó la Constitución rusa y decretó por ley la posibilidad de ejercer dos períodos de seis años cada uno, con lo cual en 2030 podría nuevamente renovar su mandato hasta 2036.

Libros para entender a Putin. En El hombre sin rostro Masha Gessen usa lo que han escrito los biógrafos de Putin y que éste ha autorizado o intentado instalar como verdad sobre su vida. Es decir, libros que tienen lo que Putin quiere que se cuente. Lo que hace Gessen es mirar los puntos ciegos de esos relatos y ver para el lado cuando el dictador apunta a alguna parte en específico.

Un par de ejemplos: la oscuridad que existe sobre si Putin es o no adoptado. El que no existan testimonios que lo describan en su familia antes de entrar al colegio alienta esta leyenda, además del testimonio de una mujer que lo reclamó poco antes de la primera elección.

El otro ejemplo es el de su ingreso a la KGB: cuando trató de hacerlo de manera voluntaria, cuenta Putin, un agente le explicó que ellos reclutaban, y le aconsejó entrara a estudiar a la universidad. Mal alumno y expulsado de la organización comunista de los Jóvenes Pioneros a los 13 años, Putin sorprendió a todo el mundo cuando dijo que quería ir a la universidad pero sobre todo porque lo consiguió. Si fue esfuerzo personal o la policía política lo ayudó es la duda.

MATÓN

Putin quiere que lo vean como un matón y “un hombre sistemáticamente imprudente, violento, con un temperamento que a duras penas conseguía contener”. Dice Gessen: “ha comunicado directamente al mundo lo que quería que se supiese de él y cómo le gustaría que lo viesen. El resultado es la mitología de un hijo del Leningrado posterior al sitio, un lugar mezquino, hambriento y pobre que engendró niños mezquinos, hambrientos y feroces. Al menos, así fueron los que sobrevivieron”.

Así, los primeros años de su vida contados por amigos son los de peleas a puñetazos en el patio de su sombrío edificio en Leningrado –patio pozo, les llaman–, luchando a puñetazos con los matones del barrio, o golpeando gente en paraderos o en cualquier lugar. Un amigo recuerda: “Si alguien le insultaba de la forma que fuese —recordaba su amigo—, Volodia se le lanzaba encima inmediatamente, lo arañaba, lo mordía y le arrancaba el pelo a mechones; era capaz de cualquier cosa con tal de no permitir que nadie lo humillase”.

Cuando una vez le preguntaron al propio Putin si esas descripciones de violencia juvenil eran cosa de vanidad, él corrigió: “Me está insultando. Era un verdadero matón”.

ENFERMEDAD

Las biografías recogen ese carácter en la KGB. En la academia de la policía política, Putin fue descrito como alguien “con escasa conciencia del peligro”. Algo que no le impidió ser destinado a Dresde, en Alemania Oriental, donde se dedicó a la recopilación ilegal de inteligencia, en el Directorio S de la KGB, y a engordar tras empezar a consumir cerveza y caer en lo que podría describirse como una depresión.

Las cosas más peligrosas que hace en esos años –contrario a lo que había soñado alguna vez– es intentar reclutar a los estudiantes latinoamericanos que pasan por la ciudad. O reunirse con los pistoleros de la Fracción del Ejército Rojo (RAF) que iban a entrenarse a la RDA.

Nada como lo que había soñado si entraba a trabajar en inteligencia. “Me fascinaba cómo una pequeña fuerza, una sola persona, podía conseguir algo que un ejército entero no podía —les dijo a sus biógrafos—. Un solo agente de inteligencia podía determinar los destinos de miles de personas. Al menos, así es como yo lo veía”.

Está en Alemania cuando se comienza a derrumbar todo. El libro recoge un momento en que Putin asegura haber consultado a sus jefes cuando su cuartel está rodeado por manifestantes y le dicen que Moscú está en silencio, que no responde. Ahí, dice él, fue que diagnosticó que la URSS “sufre una enfermedad mortal llamada parálisis del poder” y abandona la KGB.

RASPUTIN

El futuro es historia: Rusia y el regreso del totalitarismo (Noema Turner, 2018, 600 páginas) cuenta la vida de una serie de personas que han vivido las últimas décadas. Uno de ellos es Aleksandr Duguin, un filósofo  autodidacta que en la dictadura comunista leía a Heidegger usando una edición en microfilm de Ser y tiempo y una máquina de diapositivas; que predijo cinco años antes la disolución de la URSS y que en los últimos años se ha dedicado a describir la política exterior rusa casi al pie de la letra, incluida la invasión de Ucrania de esta semana.

No es que Duguin sea directamente el Rasputin de Vladímir Putin. “No somos poderosos, somos influyentes”, explica. Lo que ocurre es que sus ideas han pasado a ser las de Putin y el Kremlin lo invita a actos y apoya su organización, Eurasia. Duguin tiene vínculos internacionales variados entre los enemigos de la globalización y partidarios de la política étnica.

Esos contactos van desde Argentina (donde estuvo el año pasado), los seguidores de Trump y toda la ultraderecha europea. Lo suyo es el rechazo a la modernidad. Un nacional-populismo que se inspira en Carl Schmitt –el jurista favorito de Hitler y ahora de la izquierda–, en el antisemitismo y en el rechazo a la democracia, a la que busca socavar desde adentro.  Es, junto al poeta Eduard Limónov el partido Nacional Bolchevique, del que después Duguin se retiró.

“LA SEXTA COLUMNA”

Duguin ha discrepado de Putin. Tras la anexión de Crimea, por ejemplo, acusó la existencia de una “sexta columna” al servicio del “imperio global norteamericano”. Dice Gessen: “Duguin quería que Putin invadiera abiertamente Ucrania, empleando tropas regulares para obtener una gloriosa victoria que expandiera Rusia. De hecho, ese sería solo el comienzo de la expansión. Pero esto no ocurrió, y Duguin sabía por qué: a Putin lo frenaban sus consejeros más moderados, fundamentalmente pro-occidentales.

Inventó un término para referirse a ellos: la “sexta columna”. Si la “quinta columna” eran las personas como Nemtsov, de las cuales Duguin pensaba que trabajaban directamente para Estados Unidos, la “sexta columna” eran los traidores no a su país sino a su civilización. Se escondían a la vista de todos, en el Kremlin”.

El discurso con que Putin anunció que Crimea regresaba a Rusia, dice Gessen, marca el triunfo de Duguin, que en 2011 se propuso ser el primer ideólogo del país “Putin estaba empleando las palabras y los conceptos de Duguin y estaba poniendo en práctica sus predicciones.

En 2009, Duguin había profetizado la división de Ucrania en dos estados diferentes; la porción oriental se aliaría a Rusia y la occidental continuaría mirando hacia Europa. Duguin vio a Ucrania como habitada por dos naciones distintas: los ucranianos del oeste que hablaban ucraniano y el pueblo del este, una nación que incluía personas de etnia rusa y personas de etnia ucraniana, pero que por idioma y cultura eran rusas. Las dos naciones, en opinión de Duguin, tenían orientaciones geopolíticas esencialmente diferentes. Esto significaba que Ucrania no era un estado nación. También quería decir que su división estaba predeterminada. La única duda era si tendría lugar de forma pacífica. Podría haber una guerra, había advertido en aquel entonces”.

Y así. La obra de Duguin calza con todo lo que ha pasado esta semana y le da el marco a esta ofensiva contra la globalización y la democracia. Duguin lo contrapone a lo que llama “civilización de valores tradicionales”. Y tiene una frase para eso: “Los derechos humanos universales no tienen nada de universal”.

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