El crimen organizado siempre ha sido una amenaza para los territorios en los que opera. Sin embargo, hoy observamos cómo se convierte en una afectación existencial para aquellos países que no conocían estas dimensiones y prácticas criminales, que subestimaron su gravedad o que confiaron en diagnósticos obsoletos, erróneos o políticamente manipulados poniendo en riesgo su gobernanza democrática y su estado de Derecho.
Chile cumple estas condiciones y por ello debemos conocer el camino que recorremos. Aún tenemos la oportunidad de observar en países cercanos otros estadios de compromiso grave de los cuales podemos extraer experiencias valiosas y proyectar la velocidad de afectación. Siempre teniendo en consideración que factores como la inseguridad, las oleadas de violencia, la desestabilización a veces generan respuestas populistas que pueden ser tan graves como las causas que las originaron.
No necesitamos menos política, sino la mejor política posible, que vaya más allá de medidas reactivas o efectistas, y que se enfoque en políticas públicas de Estado sustentables y sostenibles a largo plazo, independientemente de quién esté en el poder, algo que se ve difícil en el actual ambiente pre eleccionario.
En este sentido, quizás lo más recomendable como sociedad sería entender a qué nos enfrentamos, y de esa forma no equivocarnos desde el principio. Por ejemplo, aunque la delincuencia organizada y el crimen organizado son fenómenos diferentes, ambos están vinculados dentro de un ecosistema criminal.
La delincuencia organizada puede entenderse como el conjunto de actividades delictivas que se cometen de manera planificada y coordinada por un grupo de individuos asociados, con el objetivo de obtener beneficios económicos o de otro tipo. Los miembros de estos grupos forman parte de una estructura que implica una división de tareas, roles específicos y la ejecución de actos delictivos de manera repetida y persistente. Normalmente la respuesta estatal -y los recursos- se centran muy fuerte aquí.
El crimen organizado es un concepto más amplio, que incluye no solo la ejecución de delitos graves, sino también su capacidad para corromper instituciones del Estado, influir en políticas públicas y establecer redes que se extienden más allá de las fronteras nacionales. El crimen organizado tiene un impacto social y económico significativo, afectando no solo a las víctimas directas de los delitos, sino a la sociedad en su conjunto, al erosionar la confianza en las instituciones y contribuir a la inseguridad. Es un modelo económico cuyo principal objetivo es tomar las ganancias provenientes de las economías ilícitas e inyectarlas soterradamente dentro del sistema financiero legal.
La violencia es una herramienta clave que utilizan para demostrar autoridad, ganar control sobre mercados ilícitos, estructurar sus operaciones y silenciar a comunidades, dirigentes sociales y la prensa. Todo, con el objeto de instaurar una cultura del miedo, sobre todo en comunidades vulnerables, donde se generan invisibles pero dolorosos procesos de reclutamiento forzoso o voluntario de niños y jóvenes, muchos de los cuales han sufrido una desescolarización prolongada, un fenómeno amplificado desde la pandemia del COVID-19. Sin embargo, también utiliza un método silencioso y obsceno para cooptar la administración pública y el tejido social, combinando prácticas extorsivas y corruptivas para consolidar su poder.
En este ecosistema criminal se combinan estructuras sofisticadas con otras en evolución, crecimiento o simplemente en supervivencia dentro de una atmósfera delictiva de múltiples capas. Estas organizaciones propician mercados ilícitos y generan gobernanza criminal, no solo dentro de las cárceles, o en los territorios, sino también infiltrándose en las instituciones del Estado y la sociedad, lo que les permite ampliar su influencia.
Este ecosistema provoca efectos catastróficos en el Medio Ambiente, como las devastaciones causadas por la minería ilegal en el Amazonas, por ejemplo. Además, la violencia y la inestabilidad, exacerbadas por la ausencia del Estado, crean un ambiente propicio para que los criminales ofrezcan “protección”: el nuevo concepto con el que debemos conocer a la actividad extorsiva generalizada que afecta a personas y empresas.
El crimen organizado busca controlar infraestructura clave, como puertos y aeropuertos, que también son utilizados por el comercio legal, lo que dificulta su detección. De igual manera, sus flujos financieros ilícitos son difíciles de rastrear, lo que les permite operar en las sombras y evadir la justicia. Algo que describo en mi libro Un virus entre sombras.
Pero dentro de este ecosistema criminal, ya no solo se genera actividad ilícita; en un reciente trabajo de campo desarrollado en Perú, Colombia, Ecuador y Centroamérica, hemos observado cómo estructuras criminales consolidadas, de manera directa o a través de testaferros, crean empresas que no solo se utilizan para el lavado de dinero, sino también como empresas formales (reales) que penetran y contaminan, mediante el suministro de servicios y logística, a la empresa privada e incluso al Estado al obtener contratos donde nadie más se atreve a participar.
También observamos cómo buscan mantener una fachada social que legitime su imagen ante la ciudadanía mediante programas de responsabilidad social empresarial (RSE) y fundaciones que son financiadas con recursos públicos o privados lícitos.
Enfrentar el crimen organizado en su forma actual nos obliga a replantear nuestras estrategias y expectativas. Hoy en día, el ecosistema donde habita el crimen organizado ha evolucionado hasta convertirse en una amenaza multifacética que desafía la soberanía de los Estados y la seguridad de las sociedades.
Ya no se trata simplemente de controlar el problema, mucho menos de erradicarlo o prevenirlo en su totalidad; la realidad nos obliga a enfocarnos en frenar su avance. El crimen organizado, con su capacidad para adaptarse, infiltrarse y corromper, exige una respuesta que esté a la altura de su complejidad.
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