Si estuviéramos en un sistema semi presidencial, como muchos han propuesto, el gobierno se vería obligado a cohabitar con la oposición y si el régimen fuera parlamentario, estaríamos eligiendo otro gobierno. El presidencialismo permite sobrevivir a las derrotas, pero no impide sus consecuencias políticas.
Me encuentro entre los que piensan que se trata de la quizás mayor derrota electoral y política que ha tenido la izquierda chilena en su larga historia. Teniendo todas las condiciones a su favor: una derecha dividida y disminuida electoralmente, un gobierno de una nueva izquierda recientemente electo y una mayoría inapelable en la convención constitucional, evidenció la radical incapacidad de la “nueva izquierda” para ir más allá de un collage de identidades y dar a luz un pacto social que hiciera sentido a las mayorías del país, arriesgando, como de hecho ocurrió, una derrota rotunda que se manifestó incluso en comunas y sectores que eran tradicionalmente sus bastiones electorales.
Derrotas de esta profundidad deberían desatar en la novel izquierda procesos de reflexión y autocrítica de gran calibre. La reacción espontánea de culpar al empedrado -la prensa, los empresarios, las mentiras, los payaseos- no tiene más vuelo que reflejar la sorpresa y la frustración de quienes -cual iluminados- se sentían representantes de la verdad.
Una reflexión más profunda y un debate en serio permitirían desde luego corregir la soberbia y la arrogancia, la desmesura de una generación engreída, para revisar la necesidad de no sólo “hacer gestos” a la izquierda tradicional, sino de aprender algo de sus menospreciados valores, de los vilipendiados 20 años ininterrumpidos de gobierno, de su historia larga de aciertos y fracasos.
Enfrentados a un segunda fase del proceso constitucional, es importante asumir una realidad fáctica del tamaño de una catedral: no se puede separar el texto de sus autores. Chile espera un proceso marcado por mayor sobriedad y seriedad.
El diálogo político en el parlamento debería dejar impresa esa actitud vital, las negociaciones requieren discreción para llegar a puerto y el destino de ellas debe asegurar un resultado tanto impecablemente democrático como la calidad de la nueva propuesta constitucional.
Una máxima de cualquier negociación es que ésta no se termina ni se anuncia hasta que esté todo acordado. Chile no se puede permitir un nuevo fracaso.
En una entrevista muy familiar y condescendiente, Fernando Atria reconoce que el Frente Amplio podría haber hecho mucho más para morigerar a los grupos más radicales en la Convención y construir un texto más cercano al sentido común del país.
No es claro si no se atrevieron a hacerlo para no correr el riesgo del veto desde el tercio que construyó el PC junto a la lista del pueblo y los escaños reservados, que habría hecho fracasar la Convención en su encargo de entregar un texto al país, o bien se dejaron arrastrar por el micro clima neo populista de excitación refundacional y el descomedido ejercicio de reinventar un país.
Pero el fracaso de la convención, como ahora sabemos, iba a venir por un lado o por el otro. Si no contenían a los grupos identitarios, el país -como lo hizo- rechazaría la propuesta; si el populismo bloqueaba la convención, estaríamos donde mismo.
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