Los humanos somos una de las pocas especies del reino animal que suele tropezar dos y más veces con la misma piedra. Ya son demasiadas las ocasiones en que un escándalo de abuso de poder y corrupción se intenta usar como herramienta para dañar al adversario político y termina afectando indefectiblemente también a quien incurre en esta tentación.
Porque la frescura, la ambición desmedida de poder, la voluntad irrefrenable de enriquecimiento, el nepotismo, el uso indebido de posiciones de privilegio, la movilización de todos los recursos para conseguir sus propósitos, en fin, la corrupción en todas sus dimensiones y profundidades, se distribuye estadísticamente en la sociedad y también en la política. No reconoce fronteras ni diferencias ideológicas, ni géneros ni generaciones, ni doctrinas ni programas políticos.
¿Se acuerdan el entusiasmo y fruición con que, en el segundo gobierno de Bachelet, el ministro del Interior de la época, entonces rutilante promesa de la política futura, se abalanzó sobre la UDI cuando salió a la luz el financiamiento irregular que le entregaba el grupo Penta?
Recordarán que, a poco andar, el modus operandi de las facturas ideológicamente falsas se reveló extendido como una mancha de aceite sobre el conjunto del sistema político, al punto que el intento de aprovechar la coyuntura para herir gravemente al adversario más temido terminó con la estrepitosa caída del ministro al conocerse que él mismo se había beneficiado participando en operaciones equivalentes con otra gran empresa de la plaza.
Similar instinto asesino despertó en la oposición la revelación del escándalo de las fundaciones protagonizado por dirigentes del Frente Amplio, fuerza política que había proclamado a los cuatro vientos su superioridad moral y, por supuesto, el abuso de poder y la corrupción que protagonizaron algunos de los suyos los hizo caer del pedestal impoluto del que acostumbraban predicar.
Pero el intento opositor de profundizar el daño que esto representaba para esa novel fuerza política, terminó donde siempre, es decir, extendiéndose al conjunto del sistema, lo que tiene hoy procesado por fraude al Fisco al exjefe de gabinete del único gobernador regional que eligió la derecha en 2021.
El espacio limitado de esta columna no lo permite, pero podría relatar innumerables situaciones como las descritas, donde la utilización política de los escándalos de corrupción termina dañando por igual a protagonistas y antagonistas, profundizando el proceso de deslegitimación del sistema político y el avance de la percepción de que la corrupción es inseparable del ejercicio del poder.
De nuevo vemos hoy la misma tentación desmemoriada. Si hasta el propio presidente Boric no logra conjurarla, olvidando que quienes están llamados a decidir sobre la existencia de delito y la culpabilidad o inocencia de una persona es el Poder Judicial y que el jefe de Estado no puede opinar sobre procesos y resoluciones de la Justicia como si fuera un ciudadano cualquiera.
Seguramente, el hecho de que el proceso judicial en el Caso Audio se inicie en la víspera de una elección aumenta la tentación de instrumentalización política. Pero esto opera siempre como una bomba de racimo, las esquirlas saltan en múltiples direcciones y al final el efecto es el descrédito creciente de toda la política.
Porque, con sus excesos y obscenidades y la Justicia evaluará si también algunos delitos, el WhatsApp de Luis Hermosilla revela hechos y conductas que todos sabemos son consuetudinarias en la élite chilena, como el amiguismo, el intercambio de favores, los mecanismos informales de promoción y designación de cargos, la elusión tributaria, todos los cuales requieren con urgencia y, desde hace bastante tiempo, cambios importantes en las reglas del juego.
Pero ahí tenemos, por ejemplo, retardada por años, la reforma al sistema notarial. Aprovechar el escándalo que genera en la opinión pública la exhibición de estos déficit de funcionamiento de nuestra sociedad para generar o apurar transformaciones que nos hagan avanzar en el imperio de la meritocracia y la justicia es a lo que debiera apuntar el gobierno y el sistema político, en lugar de obsesionarse equivocadamente con la calculadora electoral.
Combatir la corrupción, establecer controles para prevenirla, perseguir y castigar severamente a los corruptos es una cuestión de capital importancia para la democracia, sin duda. Cuando se descubre un caso, se muestra ante la sociedad y recibe el castigo social y luego también judicial, la democracia puede fortalecerse.
Pero si los principales actores políticos, cada vez que en el campo adversario alguien protagoniza un hecho de corrupción intentan convertirlo en parte de la esencia de la institución política adversa, los escándalos de corrupción, en lugar de mostrar la capacidad de la democracia para librarse de los corruptos, debilitan la democracia, porque extiende la idea de que todos son corruptos.
Y el efecto perverso de eso es que, cuando todos lo son, nadie lo es. Aún estamos lejos, pero el riesgo es real de que nos termine interpretando el tango de Santos Discepolo resignándonos a que “es lo mismo el que labura noche y día como un buey, que el que vive de las minas, que el que mata, que el que cura o está fuera de la ley”.
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