“Cualquier resultado será mejor que una Constitución escrita por cuatro generales”, señaló hace unos días el presidente de la República. Esta frase no sorprende tanto por su contenido cuanto por quien la dijo. En efecto, Gabriel Boric se cuenta entre los principales artífices del “Acuerdo” del 15 de noviembre de 2019, uno de cuyos objetivos fue dar con un pacto constitucional que dialogara con las distintas posiciones políticas que conviven en una sociedad heterogénea como la chilena. Al creer que cualquier texto -por incoherente que sea su articulado- es preferible a la Constitución vigente, el presidente está tirando por la borda el espíritu dialogante que lo catapultó a la fama.
Asimismo, Boric y su círculo cercano parecen olvidar la complejidad y dinamismo que se esconde detrás de quienes votaron “Apruebo” en el plebiscito de entrada. Los que sostienen que el 80% del electorado apoyó la redacción de una nueva Constitución por tratarse de una causa de izquierda, y que por ello cualquier Ley Fundamental salida del seno de la Convención será mejor que la actual, es voluntarista y empíricamente insostenible. Voluntarista, porque supondría un grado de unidad en la izquierda que simplemente no existe. El faccionalismo es propio de la política moderna, tal como ha quedado de manifiesto en los muchos grupos y subgrupos identitarios que han emergido en la Constituyente. Empíricamente insostenible, pues pasa por alto que la conformación de la Convención es en buena medida el resultado de un régimen electoral especialmente ideado para sobrerrepresentar a los escaños reservados y a los independientes, cuestión que, como se vio en la reciente elección parlamentaria, está lejos de suceder cuando el sistema vuelve a su regularidad representativa.
Tenemos, entonces, que el abultado triunfo del “Apruebo” en octubre de 2020 no se explica por el eje “izquierda/derecha”, sino por la movilización de millones de personas que ese domingo votaron por dicha opción portando razones y banderas muy variadas. De ahí que entre los que aprobaron se cuenten personas que van desde la extrema izquierda a la derecha moderada, en un acto de unidad que podría ser considerado el último ejercicio de transversalidad de la era pos-1990.
Vale la pena preguntarse, sin embargo, si el resultado del plebiscito de entrada significa que todos los que votamos “Apruebo” tenemos que aceptar, así sin más, cualquier articulado que salga de la Convención, como si se tratara de un cheque en blanco y no tuviéramos que fijarnos en su contenido ni anticipar sus consecuencias. ¿No se merece la sociedad chilena un texto que, además de ser redactado en democracia, pase los filtros mínimos de toda buena Constitución? ¿Vale la pena aprobar un documento que tiende a dar preponderancia a unos por sobre otros? Estas interrogantes remiten al viejo problema de la representatividad: para algunos, tener mayoría en la Convención bastaría para hacer y deshacer con la institucionalidad conocida. Para otros -entre los que se cuentan todos aquellos que creemos que las minorías merecen ser oídas y atendidas por el sólo hecho de existir-, el mandato otorgado por la ciudadanía tiene ciertos límites que ni siquiera la más popular de las autoridades puede desconocer. Entre ellos está el de abstenerse de redactar una Constitución partisana y pensada para unos pocos.
Lamentablemente, lo que estamos viendo se parece más a un programa de gobierno de las izquierdas que a una Constitución orgánicamente bien concebida. La Convención está incubando una profunda división en la sociedad chilena; es decir, está haciendo lo contrario de lo que debería hacer. Hay en todo esto un halito refundacional que se mezcla con la arrogancia revanchista que impera en la actualidad. Y eso porque, parafraseando a Ricardo Brodsky (a quien nadie podría acusar de derechista), muchos convencionales creen que, si no se aprueba “su” Constitución, el “caos” irrumpirá inevitablemente.
Pues bien, habrá que recordarles a esas voces que, en caso de que la ciudadanía dijera “No” en el plebiscito de salida, el país cuenta con una tradición institucional suficientemente robusta para encontrar una salida. Por cierto, no es políticamente posible ni conveniente regresar al statu quo que comportaría retomar la Constitución de 1980. Pero hay algunas alternativas viables en caso de que la Constitución no se apruebe, entre las que destacan dos: (i) promover el proyecto de Michelle Bachelet como base para un futuro cambio constitucional; o (ii) que el Congreso retome su potestad constituyente para que, de esa forma, la nueva Constitución surja del debate legislativo. Sea como fuere, es indispensable que la sociedad civil sea escuchada, y que luego la decisión sea canalizada de manera institucional.
Nada de esto requiere de un cambio en las reglas del juego. Más bien, supone un grado mínimo de realismo y de responsabilidad política. Insisto: la sociedad chilena merece una Constitución que perdure en el tiempo, no que refleje los deseos de mayorías circunstanciales más interesadas en llevar agua a su molino ideológico que en construir un pacto social de largo aliento. De la misma forma que el “Apruebo” de entrada no fue ni es sinónimo de un cheque en blanco, los convencionales ahora deben ganarse el apoyo de la ciudadanía para el “Apruebo” de salida. Así como van los procedimientos en la Convención, pinta mal la cosa.
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