Una adivinanza: Nació en Punta Arenas, es joven, de barba de tres días profesionalmente recortada. El pelo corto castaño oscuro, como peinado por la mamá, ojos profundos, sonrisa fácil, mentón recto. ¿Más pistas? Estudiante de Derecho, provinciano, militante de Convergencia Social. No, no es el Presidente, sino que es justo uno de sus peores dolores de cabeza.
Es Diego Ibáñez el presidente de su partido, el supuesto amigo con que comían palos de ajo en los cerros de Valparaíso, que no dudó, sin embargo, en encabezar una minúscula marcha frente al Congreso para protestar contra la ley que su gobierno estaba, con esfuerzo maratónico, tratando de promulgar.
Una ley que conecta con una urgencia que, después de la muerte de otro carabinero que no hacía otra cosa que serlo, nadie podría negar. Una ley, por cierto, muy perfectible, pero que ningún gobierno que quiere entender a su pueblo, podría negarse a promulgar, entre otras cosas porque si no lo hace él, lo harán los que no tendrán la delicadeza de acotarla, contextualizarla, apegarla a los derechos y deber de la justicia y los Derechos Humanos. Y claro el populismo penal es casi siempre un error, pero es casi siempre una respuesta al elitismo impune que sabe que nunca le saldrá un hijo, un amigo o hermano carabinero.
Diego Ibáñez, diputado por Valparaíso, no lo sería sin Boric, a quien se parece en todo menos en lo esencial. Ibáñez, por ejemplo, volvió al vegetarianismo que el Presidente nunca intentó. Un detalle que parece sin importancia pero que se conecta con otro más transcendente: Ibáñez llego a Convergencia Social, el partido del Presidente, desde el movimiento libertario y no desde el autonomismo del que viene el Presidente.
Si el autonomismo es un socialismo que no quiere decir su nombre, el movimiento libertario es un anarquismo que tampoco quiere declararse completamente como tal. Si los autonomistas son hijos díscolos de la Concertación, los libertarios son solo un subproducto de la adolescencia más o menos privilegiada de la que Ibáñez es ahora la cara más visible.
Hijo de marino, Ibáñez ha estado, desde primero medio, del buen lado de todo. En la “Revolución Pingüina”, la universitaria, en contra de las termoeléctricas, la compra de dunas en Con Con y las brigadas de salvataje en el incendio en Valparaíso.
Comprende entonces la política como el hermano mayor del “activismo”, esa detestable palabra que es justo el antónimo de la palabra militancia. Porque militar es ser parte de un grupo, de un movimiento en que no actúa ni piensa solo, sino que obedece a un plan definido entre todos. Un plan que tiene intransanbles objetivos y conjeturales necesidades, medidas a corto, largo y mediano plazo. Todas cosas que no se le debería estar enseñándole a un diputado y presidente del partido del Presidente, pero que Diego Ibáñez, se empeña en no saber.
No hay, en su negativa a hacer lo que sus compañeros de partido en el gobierno le rogaron en todos los tonos que hiciera, nada de maldad. Diego Ibáñez se permite dejar en ridículo a su Presidente porque no cree que pueda, por eso, recibir algún castigo. O porque hay un castigo peor que cualquier otro para él: no recibir puras sonrisas y palmotazos en la espalda en el próximo recital en los cerros al que asista o el próximo malón y festival de ensalada donde lo inviten.
Ibáñez no parece comprender que la grandeza está justamente en gobernar para el país y no para los amigos. Es eso que intentó infructuosamente explicarle su compañera de partido, la ministra de la Mujer Antonia Orellana. Nadie como ella tiene que perder con esta ley que contradice la mayoría de las consignas de su “colectivo”. Pero, consciente que el país es más grande que este colectivo, ha preferido pagar el costo del abucheo de los propios y seguir haciendo, a pesar de éste, su deber. Claro que para eso hay que saber dónde está tu deber.
Los 50 años del golpe militar recordaron fatalmente cómo la UP perdió muchas de las fuerzas que necesitaba para sobrevivir en el narcisismo de las pequeñas diferencias. Pero, para ser justo, hay que recordar que los “Mayonesos” o los Enríquez de entonces tenían realmente un modelo de sociedad distinto que defender. un modelo por el que pagaron el costo y les hizo pensar de una manera radical y productiva en el límite de su acción.
No es el caso del diputado Ibáñez, cuyo pensamiento es meramente reactivo, e intrínsecamente fotogénico. Ecofeminista, socialista, libertario, democrático, Ibáñez es apenas un Boric que no quiere ser Boric. O más bien es un Boric que quiere ser más Boric que el propio Boric. Es un Boric que se ve mejor que Boric porque no ha sufrido aún los golpes de realidad que el Presidente encaja a diario.
Peter Pan cualquiera, Diego Ibáñez es un Boric que no quiere crecer y prefiere vivir en el país de Nunca Jamás. Un diputado que abandona la sala cuando su gobierno vive un momento trascendental, para sacarse foto para sus Instagram en una marcha de estudiantes contra la ley. Es eso, ante todo, una historia de Instagram que se mira, se aplaude, se reprueba y se olvida.
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