Si bien el slogan “no son 30 pesos, son 30 años” sintetizó convincentemente un conjunto ideas contra la Transición durante el estallido social de octubre de 2019, este era antes que todo eso: un slogan. Uno verosímil, pero que la izquierda de Apruebo Dignidad no entendió que obviaba muchas virtudes de esos vilipendiados 30 años que sí eran valoradas por la población.
En ese mismo tiempo, esa izquierda tampoco diferenció la crítica social a buena parte de los políticos, y a ciertas políticas de la Transición, de la valoración ciudadana a los pilares de la misma: movilidad social, crecimiento económico y reconocimiento al esfuerzo individual, entre otros.
Confundieron la demanda por mayor apoyo del Estado ante las vulnerabilidades propias de la vida con una idealización del Estado y el estatismo. Entre tanta desorientación, hubo quienes incluso no distinguieron una dictadura como la pinochetista de un gobierno de derecha democráticamente elegido como el de Piñera.
En fin, no distinguieron lo líquido de lo sólido e hicieron de esa lectura errónea un triunfo ideológico imaginario que plasmaron apresuradamente en un programa de gobierno.
Ya en el gobierno, durante el proceso constituyente se apegaron ciegamente a un mantra refundacional que repitieron creyendo que hacía sentido a las grandes mayorías. Encandilados, culparon a los medios y las noticias falsas de las dificultades de la Convención. Y, ante la evidencia de las encuestas, que negaron, eligieron defender tozudamente el texto, mostrándose maldispuestos a hacerle cambios que lo aproximaran a las subjetividades dominantes en la población.
El 4 de septiembre de 2022, la contundencia del 62% con que se impuso el rechazo terminó simbólicamente con el gobierno que Apruebo Dignidad y el Presidente Boric habían concebido al amparo de una nueva Constitución que no llegó. Tras la derrota, el mandatario asumió el golpe e hizo un giro estructural entregando la centralidad de su gobierno al Socialismo Democrático.
Sin embargo, más allá del giro formal en el eje del poder, en el fondo, de alguna manera, el Presidente siguió apostando por buena parte de su programa. Insistió con reformas que ya no tenían ni viabilidad política ni social y, en una secuela de la ceguera de origen, cayó en la trampa de los indultos.
Indultos que lo perseguirán hasta el final de su mandato, pero que, paradójicamente, al resultar duramente cuestionados y alimentar tanta rabia entre la población, asentaron en el Presidente una genuina convicción sobre el tremendo dolor y angustia que produce la delincuencia y sus distintas aristas narco en la ciudadanía. Un temor que paraliza e impide cualquier proyecto de vida y planificar el futuro.
Este profundo convencimiento del Presidente terminó con el encandilamiento refundacional e impuso la resignación como actitud forzosa para el oficialismo. De mantenerse pegados en la frustración, la rabia y los pataleos por lo que en esta pasada no podrán hacer, arriesgan un nuevo enceguecimiento que les hará aún más complejo navegar por los tres años de gobierno que le quedan.
Es bien posible que, tanto para los jóvenes frenteamplistas como para el mundo comunista, la resignación sea vivida como claudicación. Pero la evidencia muestra que la aceptación de un estado emocional resignado habilita el aprendizaje y la búsqueda de otros caminos de contentamiento.
Por de pronto, el haber asumido sin complejos una nueva agenda en materia de seguridad e inmigración, logrado encaminar un difícil proceso constitucional, ajustado las cuentas fiscales como no se hacía hace 12 años, firmado acuerdos económicos multilaterales, y ahora último, apostar por una alianza público-privada para la explotación del litio, por grandes acuerdos tributarios, previsionales y en seguridad, todo en un año, es una historia que merece ser contada.
Una historia que a muchos podría tener orgullosos y con más ganas de profundizar la senda que de morder el polvo de una resignación. Aunque me temo que, para una parte del oficialismo, la resignación nunca estuvo ni estará en el programa.
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