Julio 8, 2024

Custodiar la democracia del populismo simplón. Por Juan Luis Ossa

Historiador e investigador de Horizontal

Algunas dirigencias —sobre todo aquellas que se ubican en los extremos— han tendido a olvidar que la política no es un juego de suma cero entre “amigos” y “enemigos”, sino una sumatoria de avances y retrocesos (…) En este contexto, la moderación y la compostura no son sinónimos de cobardía ni traición. De hecho, se necesita mucha valentía para no seguir la moda de turno, criticar el populismo simplón, salir de la zona de confort y defender los principios históricos de la democracia representativa. Quien entienda esto tendrá, me atrevo a decir, una mejor opción de dirigir los destinos del país.


Hace unos días, Ernesto Ottone nos recordó la importancia de la moderación y la compostura en política, dos características que se han ido perdiendo en el Chile de los últimos años.

Se puede culpar al radicalismo octubrista, al desenfreno de la violencia urbana y rural, a la incapacidad del Estado a la hora de garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Todo eso es correcto. Sin embargo, ninguna de esas causas tiene suficiente poder explicativo para hacernos una idea más o menos cabal de cómo y por qué llegamos a la situación actual. Para ello, es necesario preguntarse por cuestiones ciertamente más incómodas.

Chile vive una crisis de múltiples dimensiones y consecuencias, pero ninguna es más relevante que el desprecio que se ha ido acumulando en algunos sectores por la democracia representativa. Obligado a resumirla en una frase, la representación surgió como antídoto ante la democracia directa, es decir, como una barrera de entrada para los espíritus que, como el erizo de Isaiah Berlin, están excesivamente convencidos de sus propias opiniones y creencias.

Por el contrario, que cada cierto tiempo los representados le entreguen a sus representantes la responsabilidad de representarlos en los distintos espacios de representación (aquí se justifica la reiteración) quiere decir que la sociedad moderna es mucho más compleja y dinámica de lo que creen los apóstoles de las verdades inclaudicables. Y que, por lo tanto, las demandas de la mayoría de los representados -los zorros, para seguir con la nomenclatura de Berlin- no solo son variadas, sino a veces contradictorias e inesperadas.

¿Cómo explicar, si no, las idas y vueltas de las que hemos sido testigos en los más recientes procesos electorales? ¿A qué se debe que en menos de dos años hayamos pasado del izquierdismo decolonial de la Lista del Pueblo al triunfo republicano en el Consejo Constitucional?

Más allá de las explicaciones grandilocuentes o excesivas, propongo que la respuesta la busquemos en el comportamiento de los seres humanos y no tanto en las consignas doctrinarias de poca monta. Si esto es correcto, las opciones electorales de los chilenos se explicarían por razones contingentes -la inseguridad, el costo de la vida, las listas de espera, el cuidado de los adultos mayores-, y el tránsito de un lado al otro del espectro sería el resultado de opciones igualmente contingentes.

Por cierto, lo anterior no quiere decir que los “clivajes” tradicionales hayan sido derrotados del todo por el relativismo posmoderno. Tampoco que la sociedad moderna sea inherentemente menos politizada. Más bien, significa que la izquierda y la derecha ya no se bastan a sí mismas para dar cuenta de la realidad social.

La izquierda existe porque existe la derecha (y viceversa), eso es obvio. Menos obvio es qué entendemos hoy por ambos conceptos y si acaso nos sirven para iluminar el futuro. Pienso que el votante común y corriente es bastante menos ideologizado que las sobreideologizadas élites occidentales y que, por eso mismo, un proyecto político de largo aliento debe defender sus principios con una alta cuota de pragmatismo y humildad. El zorro que duda es en este caso un mejor compañero que el erizo convencido de su propio fanatismo.

Valgan estas disquisiciones para intentar analizar algunos aspectos del sistema político en Chile, un país cuyas dirigencias -sobre todo aquellas que se ubican en los extremos- han tendido a olvidar que la política no es un juego de suma cero entre “amigos” y “enemigos”, sino una sumatoria de avances y retrocesos.

En este contexto, la moderación y la compostura no son sinónimos de cobardía ni traición. De hecho, se necesita mucha valentía para no seguir la moda de turno, criticar el populismo simplón, salir de la zona de confort y defender los principios históricos de la democracia representativa. Quien entienda esto tendrá, me atrevo a decir, una mejor opción de dirigir los destinos del país.

Pues no hay que olvidar que en política ganar no es lo mismo que gobernar. Lo primero se puede hacer con ideas más o menos fijas. Lo segundo es muchísimo más complicado, ya que muchas veces menos de lo propio es más cordura y estabilidad. Ahora es cuando vale la pena tenerlo en mente: la encrucijada de nuestro presente se asemeja a otras similares ocurridas en la historia reciente de Chile. ¿Estaremos a la altura del desafío mayúsculo que significa gobernar para las grandes mayorías y no tan sólo para las respectivas galerías? ¿Seremos erizos implacables o zorros pragmáticos que entienden que la vida es demasiado compleja para pintarla de un único color?

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