Este fin de semana Colombia también vivió una elección presidencial con sorpresas, donde los partidos que tradicionalmente disputaban la presidencia no pasaron a la segunda vuelta, irrumpiendo dos candidatos con propuestas más populistas. La sorpresa la dio el candidato Hernández, quien enarbola principalmente la anticorrupción como bandera de lucha. Así, vuelve a ocurrir -lo que en varios otros países de la región, como el propio Chile- el desplome de los partidos políticos más tradicionales y el surgimiento de nuevos liderazgos que hacen eco de las principales preocupaciones y prioridades ciudadanas.
Uno de los casos más emblemáticos es el de El Salvador. Un joven Nayib Bukele dejó atrás el tradicional bipartidismo de ese país al convertirse en su Presidente con mayoría absoluta el 2019. De inmediato mostró una diferencia con políticos tradicionales, gobernando a través de redes sociales y convirtiéndose casi en una figura pop, llevando a cabo medidas populares contra las pandillas y el crimen organizado, aunque implicase la violación de derechos humanos. Esto le llevó a ir cooptando diversas entidades claves como contrapesos al Poder Ejecutivo, como la Sala Constitucional y la Fiscalía General.
Como relata el libro “Cómo mueren las democracias”, de Ziblatt y Levitsky, en pleno siglo XXI los golpes de Estado tan comunes en el siglo anterior son reemplazados por autócratas que con propuestas y discursos mesiánicos y populistas logran ir capturando toda la institucionalidad, incluidas aquellas entidades destinadas a controlarlos o, al menos, ejercer un contrapeso. De este modo, con las herramientas que les da la democracia, la van socavando desde dentro. Esto se ha visto en Estados Unidos, Polonia, Hungría, Nicaragua, Venezuela, entre otros lugares.
Una de las formas que tienen de llegar al poder estas personas son los discursos anticorrupción y anti las élites políticas tradicionales. El derrumbe e incapacidad de los partidos y gobiernos de canalizar las inquietudes y demandas ciudadanas y la falta de confianza en sus instituciones lleva a apoyar a estos nuevos rostros, quienes además generalmente prometen terminar con la corrupción -bastante incrustada en nuestra región- con medidas facilistas y de bajo impacto real. No es raro luego que estas mismas personas terminen incluso acusadas de corrupción y abuso de poder, por lo que su compromiso real con acabar con este mal es más bien utilitario y electoral.
En los últimos 10 años se han ido sucediendo una serie de casos de corrupción en nuestro país: Carabineros, el Ejército, el Congreso, la Iglesia, el fútbol, los partidos políticos, el Ministerio Público, el Poder Judicial, empresas y mercados relevantes, entre otros, han estado bajo escrutinio e investigaciones. Esto, entre otras cosas, nos ha llevado a una seria crisis de confianza institucional. Lo anterior es terreno fértil para caer en los fenómenos que se están viendo recurrentemente en otros países.
Si revisamos el Índice de Percepción de la Democracia 2022, la corrupción es percibida como la segunda amenaza más importante en contra de nuestras democracias -después de la desigualdad económica y seguida por la influencia de la empresas globales- y está, asimismo, dentro de las tres primeras prioridades que las personas creen que deben enfrentar sus gobiernos.
Por eso, debemos tomarnos en serio la lucha contra la corrupción, pero estar atentos que ésta no se combate con intenciones y palabras. Esto debe ir de la mano de un urgente fortalecimiento y renovación de los partidos políticos, que son clave en nuestros regímenes democráticos pero cada día son menos queridos por las personas. Así, es urgente que éstos acusen de una buena vez el golpe y comiencen a renovar sus lazos con la ciudadanía -no a base de clientelismo-, permitir el tiraje en sus directivas, elevar sus estándares de rendición de cuentas y participación interna y, por sobre todo, ser más responsables en la selección de sus representantes o nominaciones a cargos de elección popular.
La historia nos ha demostrado lo frágiles que son nuestras democracias y el costo que implica perderlas, por eso no podemos perder de vista las nuevas amenazas que éstas sufren y evitar la tentación de, cual canto de sirenas, dejarnos llevar por lindas palabras e intenciones de erradicar la corrupción con soluciones simplistas y derivas autoritarias.
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