-La pregunta que muchos se hacen es si la Convención fue dominada por una corriente populista. ¿De dónde se originó y de que manera se infiltró en el texto constitucional?
-Lo primero que debo aclarar es que en mi libro trabajo con un concepto neutro o no-moralizado de populismo, por lo tanto identificar elementos populistas en la labor constituyente no es necesariamente una acusación. Siendo el proceso constituyente heredero parcial del ethos del estallido social, que tuvo una retórica populista, sería raro que ese ethos no se hubiera colado en la Convención. Por ejemplo, el discurso del pueblo oprimido que se rebela contra las elites privilegiadas estuvo presente de principio a fin.
Algunos convencionales se refirieron a la defensa del senado, de los partidos o del poder judicial como una resistencia de las elites que sistemáticamente obstaculizan las demandas del pueblo. Muchos convencionales también se propusieron que la voluntad popular se manifieste de la forma menos constreñida y mediada posible en el nuevo orden político, con menos contrapesos y mecanismos contramayoritarios, y eso va en línea con la conceptualización de populismo como una profundización democrática, aunque no siempre liberal.
El pueblo unido avanza sin partidos es, para muchos, un eslogan típicamente populista. Finalmente, en la Convención se impuso una comprensión agonista o adversarial del instrumento constitucional, contra interpretaciones de tipo consensualista, lo que refleja la clásica tensión entre populismo y liberalismo.
-Tu libro establece dos clímax populistas o semi populistas: la irrupción de José Antonio Kast y el estallido social. ¿De qué manera sus réplicas se sienten hasta hoy?
-El libro ofrece una serie de coordenadas que existen en la literatura para conceptualizar populismo. Lo que hago a continuación es ofrecer los casos del estallido social y José Antonio Kast para que el lector evalúe si esas coordenadas aplican o no. Funcionan más bien como hipótesis. Hacia el final sostengo que el populismo pareciera ser un clima político, y que tiene la capacidad de penetrar prácticamente todos los territorios ideológicos. Por decirlo de alguna manera, nadie está a salvo. Y por lo tanto también sería extraño que ese clima se haya disipado por completo. Lo que pasó en la Convención es solo un ejemplo de la persistencia de ese clima.
-¿Por qué crees que el estallido social ha sido tan esquivo para una interpretación sociológica definitiva?? ¿Quiénes son sus padres y sus herederos?
-Me da la impresión que varios intelectuales y observadores de la realidad política chilena hicieron coincidir el estallido social con sus tesis preexistentes. Otros nos declaramos francamente desconcertados y dejamos que los hechos decantaran antes de concluir algo. En ese tránsito he llegado a pensar en el estallido como un momento populista antes que una revuelta contra el neoliberalismo o el “modelo”.
No son enteramente incompatibles, pero me parece que el estallido sentó en el banquillo de los acusados a los elencos dirigentes del mundo político y empresarial, articulando una serie de demandas dispersas en un frente común, lo que es característico de los fenómenos populista. Bastaba tener un dolor e identificar un villano para ser parte de la protesta. Por eso podían marchar juntos los No+AFP con los No+TAG. Es la crítica de Zizek a Laclau: el pueblo que se constituye no tiene solo demandas de izquierda. No me extrañaría que varios de los que se sintieron parte del estallido hayan votado por Parisi, por ejemplo.
-El populismo antagoniza a los arriba contra los de abajo. ¿Esa dicotomia es parte del discurso actual político chileno?
-La política es por naturaleza partisana, dicen los populistas, y eso implica dividir el mundo entre buenos y malos, entre héroes y villanos, entre nosotros y ellos. A veces, sin embargo, esa frontera se difumina a partir de una especie de consenso, que según los populistas es gato por liebre: no sería otra cosa que el interés del grupo dominante por consolidar su hegemonía. Desde esta interpretación, la democracia de los acuerdos que uno identifica con la transición habría sido un fenómeno des-politizador, y lo que corresponde es volver a politizar recordando donde está la frontera.
-¿Qué representa gente como Pamela Jiles, Daniel Stingo, Mauricio Daza? ¿Por qué la farándula se ha mezclado con la política? ¿Era inevitable?
-Jiles pudo haber sido una especie de vocera tardía del estallido, y sin duda su discurso tiene elementos populistas: si Arturo Alessandri hablaba de la canalla dorada y la chusma querida, Jiles tenía epítetos más duros contra sus colegas mientras alardeaba de sus nietitos y “sinmonea”. Trató además de darle un giro identitario e interseccional a su discurso. De los otros no me pronuncio.
-Se habla de “la calle”. Este tipo “tiene calle”. ¿Ahí hay un germen demagógico, que ha contaminado el debate?
-Hay un sentido evidente en el cual un político o representante tiene que conocer la realidad que aspira a representar. Más aun, como dirían algunos sociólogos, ya no basta la representatividad por evocación de conceptos abstractos como libertad, justicia o igualdad, sino que se hace necesaria la representatividad por presencia: que la trayectoria vital del representado sea similar a la del representante. Creo que eso le pasó la cuenta al gobierno de Piñera. En un nivel más profundo, creo que también es posible identificar un tipo de populismo epistémico que descree de los expertos y justifica su conocimiento en la experiencia personal, situada y concreta. Ahí aparece mucho la crítica de la falta de calle.
-El expresidente Piñera es un caso paradigmático. Se volvió un símbolo de la elite. ¿Qué responsabilidad tiene en la crisis de 2019?
-A veces uno piensa que gente con tantos recursos invierte en buenos diagnósticos, pero las cosas suelen ser mucho más improvisadas. Era bastante evidente que Chile no era igual en 2018 que en 2010, y sin embargo Piñera y su entorno no se dieron por notificados. De otra manera no se entiende que hayan echado mano prácticamente a los mismos elencos, que desde el punto de vista identitario tienen todas las características del privilegio, como decía Loncón. ¿Realmente no hay más diversidad en la derecha? ¿Por qué no se ha invertido en producir una elite más heterogénea ahí? Lo ignoro.
-Boric, desde cierta perspectiva, tiene su origen en los primeros movimientos asambleístas, gratuistas, anti elites, siendo él mismo parte de la elite. ¿Crees que a veces asoma una parte populista?
-No creo que Boric sea populista, la verdad. Al menos en su faceta de candidato y luego presidente. La crítica que hizo el movimiento estudiantil fue específicamente ideológica: hay cosas que el dinero no debería poder comprar, de lo contrario estamos condenados a vivir en una sociedad estratificada según capacidad de pago. Boric es un socialista libertario, un socialdemócrata, algo por ahí, pero populista no es. Tampoco lo era Bachelet, como alguna vez se insinuó.
-¿Cuán alto es el riesgo anti democrático en Chile?
-Hay riesgo de deriva autoritaria no solo cuando se derriban las instituciones democráticas de golpe, sino cuando se erosionan o se capturan. He leído a varios que sostienen que el texto propuesto por la Convención permite esa captura, aunque no lo tengo tan claro. No veo espectros de tiranía. Lo que sí es preocupante es la degradación del clima político y la forma como hemos dinamitado la amistad cívica. La democracia no son solo instituciones en el sentido formal de reglas del juego, sino también una serie de prácticas de fair play, de respetar la legitimidad del adversario, de no abusar de las herramientas, etcétera. En eso nos estamos cayendo, y digo que es preocupante porque hay una carrera armamentista: todos justifican su proceder porque el otro lo hizo antes, entonces nadie le pone el cascabel al gato.
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