Hasta bien entrado el siglo XXI preguntarse por el virtuosismo del crecimiento económico parecía absurdo, en gran parte debido a la amplia legitimidad social de que gozaba. Los datos de crecimiento eran elocuentes por sí mismos y se acompañaban de una narrativa política y tecnocrática con sentido para una sociedad que constataba progresos significativos en sus condiciones de vida.
El relato, avalado en datos, decía algo así como que gracias al crecimiento económico, Chile ha dejado de ser un país pobre para pasar a ser uno de clase media.
Pero pasó que mientras la identidad de los chilenos iba efectivamente mutando hacia una de clase media, el crecimiento empezó a estancarse y la movilidad social a ralentizarse.
El estancamiento económico tensionó a la sociedad. La derecha vio en ello la oportunidad de desbancar a la Concertación y usó electoralmente el concepto. En 2009 Chile decreció y, pese al gran amor que se profesaba por Bachelet, su continuador fue Sebastián Piñera. Más que fastidio con la Concertación (que también existía) había expectativas de volver a crecer.
Y como con Piñera I volvimos a crecer, el país sintió que nos habíamos “mejorado” de la falta de crecimiento y que ya era hora de apostar por más seguridad social, Michelle Bachelet versión II mediante.
La mejoría no se sostuvo y el crecimiento volvió a “guatear” dando cuenta de algo que ya parecía más estructural que meramente político. Visto así, el virtuosismo del crecimiento económico como motor del desarrollo, ahora sí, se puso en entredicho por la ciudadanía.
Un entredicho que no logró tapar las ansias mayoritarias por recuperar el dinamismo económico y que Sebastián Piñera logró ver y convertir en un slogan de campaña: “los tiempos mejores”.
Piñera arrasó en la elección, pero los tiempos mejores no llegaron mágicamente, transformándose más bien un búmeran tanto para su gobierno como para el crecimiento que, ahora sí, quedó subjetivamente desacreditado.
Como mostró una encuesta Criteria de la época, en boca de políticos la palabra crecimiento pasó a significar engaños y promesas falsas y en la de los empresarios, abusos e intereses propios, alejados de los intereses del resto de la sociedad. Al descrédito de los mensajeros se le unió la emergencia de otros valores sociales como la preocupación ambiental y la calidad de vida que la política, esta vez con rostro de izquierda, buscó contraponer al crecimiento.
Tan maltrecho quedó el crecimiento, que en 2019 la mayoría social lo veía sin capacidad de reducir la pobreza, acotar la desigualdad ni mejorar la vida de las personas. Por el contrario, alimentado por discursos desde cierta izquierda, su cara más visible pasó a ser la destrucción ambiental y la ambición desmedida del gran empresariado.
Este 2023, cuatro años después, una nueva encuesta Criteria muestra un escenario muy distinto. Por muchas razones, entre otras por la constatación de que sin crecimiento no se acota la brecha de desigualdad y porque se ha hecho evidente que la redistribución impositiva no suplirá jamás la falta de crecimiento, la sociedad le está dando una nueva oportunidad. Hoy, es la cara amable del crecimiento la que el país quiere recobrar. Las subjetividades sociales se han invertido y el virtuosismo de crecer se superpone como tendencia a todas sus externalidades negativas percibidas.
Es verdad que el crecimiento económico no da para un relato político por sí solo, pero difícilmente habrá nuevamente, como hubo tras el estallido social, un relato político convocante que obvie su importancia.
Por donde se mire, es el momento para un nuevo acuerdo político y empresarial que relegitime socialmente el crecimiento económico poniéndolo al servicio de los gigantes desafíos que tiene el país. Un crecimiento en clave de siglo XXI que se vincule a mejores empleos e ingresos, que se traduzca en un aumento de la calidad de vida de las personas, que no se contraponga con el necesario tiempo libre y que sea motor de la transición energética. Ese relato es aglutinador y es totalmente posible.
El tema es que para hacerlo verosímil se requerirá de nuevas y complementarias vocerías a las empresariales y sobre todo a las políticas. Es que, vistos los hechos, qué duda cabe que estas últimas han hecho del crecimiento un verdadero “cuento del tío”.
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