Entre los muchos cambios provocados por la modernidad y las revoluciones atlánticas de los siglos XVIII y XIX sobresalen dos cuestiones complementarias: en primer lugar, que “la soberanía reside esencialmente en la nación”, es decir, que la toma de decisiones ya no depende del absolutismo de los monarcas, sino del “pueblo” (en singular)
En segundo, que los integrantes de ese pueblo son, al menos en teoría, iguales ante la ley, un principio central en el proceso de construcción de la legitimidad política. Sin legitimidad, no hay autoridad que perdure en el tiempo. Ahí está el que es, quizás, el más relevante de los temas a los que se ha abocado desde entonces el constitucionalismo: pensar y diseñar instituciones legítimas.
Que la soberanía y la modernidad se hubieran ligado tan fuertemente a la ley constitucional marcó un antes y un después en el vínculo entre gobernantes y gobernados. Fue el sistema representativo, a través de la introducción de elecciones periódicas, el que institucionalizó dicha relación, ya que allí donde antes se nombraban autoridades a dedo, ahora pasaron a ser elegidas por la ciudadanía.
Por su puesto, hubo de correr mucha agua antes de que la promesa de la ciudadanía sobrepasara los límites impuestos por las élites. No obstante, que el ejercicio electoral se transformara en el único mecanismo para erigir a quienes nos gobiernan permitió ir dejando atrás las prácticas corporativas del antiguo régimen.
Detrás de esta conquista descansa la idea de que las elecciones (sobre todo las presidenciales) se deben realizar en territorios -países, naciones- concretos y específicos. Ese es el caso de muchos Estados occidentales, donde la nación y la nacionalidad han sido en general consideradas como “únicas e indivisibles”, en un intento por aunar las diferencias que existen en las sociedades multiculturales bajo un paraguas común y universal.
La “nación chilena” ha sido, por ejemplo, el escenario universal de múltiples elecciones desde el siglo XIX, cuando las primeras contiendas electorales en el país comenzaron a configurar un incipiente sistema de partidos con representación en el Ejecutivo y el Congreso. La creación y aceptación de ese escenario no detuvo ni puso freno al conflicto político, sin embargo. Por el contrario, el significado de “nación” ha sido muchas veces disputado por diversos grupos sociales y políticos, en una relación de tire y afloje entre sectores más o menos propensos al nacionalismo.
Hay, con todo, un elemento que, hasta el comienzo de la Convención Constitucional, no había sido mayormente cuestionado ni disputado en Chile: la legitimidad de la nación como un componente político-cultural con aspiraciones universalistas. En efecto, el particularismo identitario de los constituyentes se ha posicionado en las antípodas de lo que históricamente hemos entendido por nación y por ciudadanía.
Ambos conceptos han perdido terreno ante la noción de “pueblos” (en plural), una palabra que retrotrae al viejo argumento de que la representación debería regirse según criterios corporativos (por territorio, por etnia, por cultura) antes que por la sumatoria de ciudadanos iguales ante la ley. De ahí, pues, que la soberanía haya dejado de residir esencialmente en la nación, para dar paso a una declaración incluso más vaga y abstracta: “Chile es un Estado Plurinacional e Intercultural que reconoce la coexistencia de diversas naciones y pueblos en el marco de la unidad del Estado”.
Tenemos, pues, que el borrador de la nueva Constitución contiene una nada escondida crítica a la forma occidental y moderna de comprender la comunidad política. Lo que ahora vale en la Convención son las demandas y necesidades particulares, no el universalismo que suponen la nación y la ciudadanía. Ni el marxismo ni la socialdemocracia (ambas corrientes cuyas pretensiones de universalidad son innegables) se salvan de esta diatriba.
¿Serán los convencionales verdaderamente conscientes de que sus normas nos están llevando de vuelta a la premodernidad? Extraño, por decir lo menos, si pensamos que el objetivo del proceso constituyente era diseñar un pacto constitucional con miras al siglo XXI.
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