Columna de Ana Josefa Silva:
La Crónica Francesa (The French Dispatch) es el décimo largometraje de Wes Anderson (EE.UU., 1969) y está absolutamente en la línea estilística que ha desarrollado desde que debutó en 1996 con Bottle Rock.
Como si se hubiese dado permiso para jugársela ¡sin límites! por construir una fábula bordándola de infinitos juegos de diseños, colores y formatos de pantalla, Anderson reconstruye los reportajes del último número de una revista en la Francia del siglo XX.
En lo que se ha reconocido como un homenaje al The New Yorker, la mentada revista es dirigida por el texano Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray) y se edita en la ficticia ciudad francesa de Ennui-Sur-Blasé.
Visualmente asombrosa, no solo apela a todas las posibilidades del lenguaje —va del blanco y negro al color, de la pantalla ancha a la cuadrada, la que a veces divide en dos, más animaciones— sino que es una película llena de entrañables guiños cinematográficos y culturales. Amén de hitos históricos revisados en su estilo satírico.
La Crónica Francesa camina más bien por la senda de El Gran Hotel Budapest (2014), solo que si allí las derivadas de la historia parecían no tener fin, aquí las ramas de cada relato crecen para todas partes.
Y sin embargo, en su desborde de imaginación, se relatan con total coherencia.
Una fiesta para los sentidos. Ideal para cinéfilos y seguidores de Wes Anderson.
La Crónica Francesa:
Hay películas inolvidables en las que la política está en el centro de la historia y zarandean a sus personajes: La Vida de los Otros (Florian Henckel von Donnersmarck, Alemania, 2006) o la muy renombrada Todos los hombres del Presidente (Alan J. Pakula, EE.UU., 1976) o la estremecedora En el Nombre del Padre (Jim Sheridan, Irlanda, 1993), por mencionar algunas.
En esa línea, y ya que no hay cines abiertos el domingo, les dejo una lista de 7 recomendaciones disponibles online, entre series, documentales y películas más recientes, por si aún no han visto algunas.
Detlev Rohwedder fue el hombre designado por el Gobierno de Bonn para poner en práctica el proceso de reunificación de las dos alemanias: fue asesinado en 1991 y hasta el día de hoy se desconoce a los responsables.
En 4 episodios, la miniserie descorre el velo de una convulsa época, en que se mezclaron grupos terroristas, agentes descolgados, ciudadanos indignados de un lado y del otro.
Un pedazo de historia esencial para completar el puzzle de la historia política de Occidente (y de lo que permaneció del otro lado del Muro).
Docuserie
Pero, más relevante aún, acierta con rigor y agudeza al meollo de los asuntos éticos de diverso calibre que atraviesan la narración: la política y la democracia con mayúsculas.
En 1967, el secretario de Defensa de ese entonces, Robert McNamara (Bruce Greenwood), con ayuda, entre otros, del consultor militar Daniel Ellsberg (Mathew Rhys), elaboró un documento ultra secreto de 7 mil páginas analizando lo que llamó “las decisiones sobre la guerra de Vietnam entre 1945 y 1966”, es decir, de cuatro administraciones: Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson. De acuerdo a estos documentos, cada uno de ellos había ocultado al pueblo norteamericano crudas y oscuras verdades en torno a esta guerra. En 1969, Ellsberg comenzó a fotocopiar sigilosamente estos papeles, trabajo que completó en 1971.
La película se inicia con unas cruentas escenas en Vietnam en 1966 y retoma en 1971 -con Nixon como Presidente- cuando Kay Graham (Meryl Streep) se ha convertido, tras enviudar, en la primera mujer propietaria del “Washington Post”. Su mano derecha será el editor del periódico Ben Bradlee (Tom Hanks).
La noche anterior de que su competencia, “The New York Times”, aparezca con una bomba informativa, Bradlee alcanza a enterarse. La portada del NYT en la mañana es un “golpe” periodístico de alto voltaje y consecuencias inmediatas: el contenido de los archivos (o una contundente parte de ellos).
Bradlee y el experimentado reportero Ben Bagdikian (Bob Odenkirk, Better Call Saul) deducen que la fuente del NYT no puede ser otra que Dan, quien, una vez contactado, con los resguardos pertinentes, se muestra dispuesto a entregarles todo el material. El problema es que el Gobierno ya está en alerta, tras la publicación del Times, y ha lanzado toda su ofensiva legal. La que alcanza también, a modo de advertencia, al Post.
Las carreras –literalmente- en una época sin internet ni celulares van a la par que las discusiones cruzadas entre abogados, Kay y Bradlee, mientras que en una suerte de operación comando los periodistas se abocan a examinar los miles de papeles en el living de la casa de su jefe.
Y en esas horas intensas, está siempre circulando aquello que mueve a los personajes y a esta historia: la libertad de prensa “que nos incumbe a todos”, esto es, el principio basal de una prensa libre; la necesaria y permanente autocrítica hasta las últimas consecuencias como parte de una democracia; los delicados límites de la ética en el cotidiano. Todo aquello que se puede resumir en una frase clave de esta historia: “la prensa debe servir a los gobernados, no a los gobernadores”.
La historia de un ciudadano corriente destruido por la corrupción política.
Leviatán, monstruo marino, es el que parece levantarse contra Kolya en esta aldea costera de la región rusa de Murmansk. Su desgracia: tener una casa frente al mar, que el todopoderoso alcalde Vadim ha decidido expropiarle para dar espacio a un proyecto inmobiliario.
Tras enviudar, con un hijo de unos 12 años, este mecánico, que atiende su garage ahí mismo, se ha casado con Lylia, una mujer joven y bonita, que trabaja en una factoría de pescado de la zona.
Kolya ha recurrido a su amigo y compañero del Ejército, Dimitri, un prestigioso abogado de Moscú, para que lleve su caso. La sentencia -leída por las juezas como una letanía aplastante y monótona- no le es favorable.
Pero el abogado tiene una carpeta (con boletas ideológicamente falsas, podríamos decir por acá) y un intimidante recado del “comisario” desde Moscú, que inquieta al alcalde Vadim. Tanto como para reunir a sus asesores y luego a sus matones.
Ver Leviatán es como sentarse a mirar en primera fila cómo funciona y se cocina la corrupción.
En 140 minutos, el espectador ve, cuadro a cuadro, deshacerse la vida de un hombre.
Alemania Oriental, en una fecha que nunca se precisa. A un pueblo llega una doctora, Barbara Wolff (Nina Hoss), que ha ejercido en el prestigioso Hospital La Charité de Berlín.
Barbara ha pasado por la cárcel por querer cruzar al lado Este y tras ello, en castigo, el Estado la ha enviado a ejercer a este lugar perdido de Alemania Oriental.
En medio de un paisaje bucólico, se sienten el frío, la amenaza y el temor.
En el Hospital, las miradas de desconfianza son de ida y vuelta: la mujer es muy parca y emite las palabras justas y necesarias. Ella aprendió, duramente, a no confiar en nadie.
Para vivir, le han asignado un departamento ruinoso, con una “casera” hostil y algo alejado de su trabajo.
Básicamente, lo que hay de manera sorda y persistente en toda la película es un tenso ambiente de sospecha, en un mundo opresivo y cerrado.
Barbara es vigilada por los agentes de la policía política y en dos oportunidades el jefe local de la Stassi va con su gente a registrar el departamento… y a ella.
André, su jefe en el Hospital, parece ser un tipo buena persona, pero eso no significa nada en un mundo dominado por un estado policial.
Petzold, que llena la película de silencios, susurros e imágenes cotidianas que se vuelven inquietantes, conduce al espectador hacia una intriga.
Ya sumergidos en la paranoia y con algunas pocas informaciones que se van desplegando, la tensión y la incertidumbre se instalan en el relato.
Un personaje secundario, una chica que llega al hospital, juega un rol relevante en el derrotero de la historia. Es una suerte de prisionera en un campo de trabajos forzados. “Son campos de exterminio. Solo que son socialistas”, le espeta Barbara a André en un arranque de confianza inusual.
Barbara sabe que está vigilada y no siempre sabe por quiénes.
Nada, en todo caso, es explícito. El guion es sugerente, delicado y evita inducir al espectador. Elude el melodrama y sin embargo hay tal intensidad en cada secuencia que algunas llegan a estremecer.
La fuerza contenida de Nina Hoss es poderosísima.
Este impactante documental tiene tantos giros como una película de suspenso: sigue la investigación periodística.sobre un trágicamente sorprendente caso.
En octubre de 2015, en Bucarest, se produjo un incendio en el Colectiv Club, en el que murieron 65 jóvenes y decenas quedaron heridos.
Este terrible accidente fue solo la punta del hilo que condujo a destapar un asombroso y complejo entramado de corrupción que escaló hasta las más altas esferas.
El documental sigue al equipo periodístico que empezó a reportear la noticia y perseveró en ello. Lo primero, naturalmente, investigando el estado del Club y a sus responsables. Pero fue al chequear qué ocurría con los heridos, derivados a distintos hospitales, que se encontraron con situaciones que de buenas a primeras no eran muy explicables.
Hilando muy fino, enfrentados a variadas dificultades y con encomiable perseverancia, los periodistas dieron con una grave maniobra de corrupción en el sistema sanitario que hasta ese momento funcionaba como reloj y absolutamente bajo el radar.
El destape de estos hechos significó un terremoto político grado 10 en ese país.
Colectiv tiene el doble mérito de ser un documental acucioso y de muy buena factura dramática —tanto, que no suelta al espectador—, a la vez que relata hechos de la mayor relevancia e interés para cualquier país.
(Collective)
Sorkin imprime vitalidad y no pocas gotas de humor a este thriller político y judicial, inspirado en un hecho real, ocurrido entre marzo de 1969 y febrero de 1970, luego que un grupo de hombres es llevado a juicio por participar en protestas contra la guerra de Vietnam.
Los ingeniosos y chispeantes diálogos se intercalan con racontos que van ayudando a organizar la historia.
El elenco funciona con tal cohesión que vale por sí mismo: Eddie Redmayne, Sacha Baron Cohen, Mark Rylance, Joseph Gordon-Levitt, Alex Sharp, Jeremy Strong, John Carroll Lynch, Yahya Abdul-Mateen II, Frank Langhella.
Aún así, destaca Sacha Baron Cohen y las risibles intervenciones de Yahya Abdul-Mateen II en el rol de Bobby Seale, quien insiste en que él no está vinculado a los siete de Chicago.
(Trial of the Chicago 7)
Como reportero in situ, Jon Alpert hizo un registro único del devenir de Cuba desde comienzos de los ’70 hasta el 2016.
Y lo hizo a través de tres familias cubanas a las que siguió y buscó cada vez que aterrizaba en la isla, en las cuatro décadas que le tomó su reporteo. Personas con las que trabó una amistad que se palpa a través de la pantalla.
Al principio, Alpert, con su pesada cámara, capturó muchos momentos álgidos de la vida pública tras la naciente revolución, entrevistando varias veces a Fidel Castro de manera coloquial.
Alpert, aunque no lo explicite, comparte el entusiasmo de sus entrevistados y amigos por esta revolución en sus comienzos. Luego, con ellos recorre el tortuoso camino en el que derivó este proceso.
Así, una y otra vez, años tras años, vuelve a la isla a buscar a sus amistades.
Unos son tres “guajiros”, los Borrego, hombres mayores, y su hermana, que trabajan su finca y tienen sus animales.
A otros los conoce y pone en cámara cuando son apenas unos niños y los sigue buscando, para encontraros adultos.
Con ellos recorre almacenes, panaderías y hospitales que en las primeras visitas mostraban abundancia y que con el paso de los años se van vaciando y deteriorando hasta la miseria. Lo que también se refleja en las casas de sus amigos y la pequeña finca de sus “viejos”.
Tras la Caída del Muro de Berlín, en sus discursos, Fidel ya habla del “período especial”, del esfuerzo que deben hacer todos, que el turismo será importante… y del bloqueo.
En paralelo, Alpert encontrará a alguno de sus amigos en prisión, sin que sus hermanos les expliquen por qué; en otra visita ya estará él mismo ahí para contarle.
Las “migraciones” se suceden ya no como al comienzo. Y también la represión, que lo alcanza a él.
En este asombroso recorrido vital hay dos hechos que llaman la atención y que permiten comprender muchas cosas inexplicables: la calidez, alegría y entusiasmo (con gotas de resignación) de esos hombres y mujeres, aún en sus momentos más duros, y el carisma seductor de Fidel Castro.
Ciertamente la música es un elemento fundamental. Desde la popular, como “Qué rico vacilón”, hasta aquella que cierra, “Cuba qué linda es Cuba”, un himno triunfante que ya se escucha con dolor.
(Cuba and the Cameraman)
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