No soy el primero, y a juzgar por la tendencia actual, tampoco seré el último en subrayar la necesidad de reformar nuestro sistema político.
Consideremos algunos ejemplos recientes: los retiros de los fondos de pensiones, a pesar de las claras advertencias sobre sus efectos negativos; el recurso de protección promovido por diputados PPD e independientes para evitar el alza de tarifas eléctricas, una medida que el mismo parlamento había aprobado previamente, y las recientes indicaciones a la Ley de Pesca destinadas a proteger la salud mental de los seres acuáticos sintientes.
En 2005, el Banco Interamericano de Desarrollo publicó un informe titulado «The Politics of Policies». En él se delinean las características esenciales de una política pública efectiva: estabilidad, adaptabilidad, coherencia y coordinación, eficiencia, aplicabilidad y una consideración genuina por el bienestar de la sociedad en su conjunto.
Para diseñar políticas públicas que cumplan con estos criterios, es crucial que los actores políticos cooperen a largo plazo. Sin embargo, cuando los intereses personales dominan, como el deseo de ser reelectos o de favorecer a ciertos grupos de apoyo, ¿qué incentivos existen para colaborar con los oponentes en la creación de políticas de calidad?
Aquí es donde el diseño institucional debe jugar un papel clave, proporcionando los incentivos necesarios para fomentar la cooperación. Spiller, Stein y Tommasi (2003), junto con Tommasi (2007), identifican una serie de condiciones esenciales para promover un proceso cooperativo en la formulación de políticas públicas de alta calidad: partidos políticos institucionalizados, una legislatura técnicamente capacitada, un poder judicial independiente y un servicio civil bien desarrollado.
La reforma del sistema binominal en 2015 trajo consigo beneficios, como el aumento de la participación femenina en el Congreso, la renovación de parlamentarios y la inclusión de partidos previamente marginados. No obstante, también incentivó la fragmentación política: el número de partidos en la Cámara se triplicó, y la aparición de diputados con votaciones marginales (entre el 1% y 2%) se convirtió en una estrategia electoral viable gracias al arrastre de candidatos con votaciones altas. Este fenómeno ha intensificado el discolaje, beneficiando electoralmente a quienes buscan romper con la disciplina partidaria.
Actualmente, varias propuestas están sobre la mesa, desde establecer un umbral del 5% para ingresar al Congreso, reducir el número de parlamentarios, hasta sancionar con la pérdida de escaño a quienes renuncien a su partido, o modificar la fecha de las elecciones parlamentarias, entre otras.
Si no reformamos nuestro sistema político para fomentar la cooperación entre el Ejecutivo y el Parlamento, así como entre los partidos, seguiremos presenciando propuestas irresponsables con impactos a corto plazo. Ejemplos de esto son mantener congeladas las tarifas eléctricas, a pesar de que la deuda del Estado roza los seis mil millones de dólares, o proponer nuevos retiros de fondos de pensiones, a pesar de que aumentan la inflación y encarecen los créditos.
Estas propuestas solo benefician a los parlamentarios que las impulsan, mientras que el resto de la sociedad paga el precio, atrapado en un ciclo de políticas que solo buscan votos a corto plazo, incluso si esto implica proteger a seres acuáticos sintientes.
Esta es la encrucijada en la que nos encontramos. Necesitamos instituciones que no solo soporten el peso de la política diaria, sino que también guíen el país hacia un futuro más sostenible y justo.
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