Durante gran parte de los siglos XVII y XVIII los intelectuales europeos se dedicaron a enfrentarse en lo que se llamó “la querella entre los antiguos y los modernos”. Los antiguos buscaban un retorno a los ideales griegos o romanos y los modernos una búsqueda de tendencias e ideas nuevas que pudieran contar mejor lo que estaba sucediendo en el mundo hoy mismo.
Era una época en que no se podía discutir seriamente ni del sistema de gobierno ni de su economía, ni de su política. El rey reinaba como quería y el pueblo debía obedecer. Los poderes eran los establecidos y nadie realmente podía pensar en cambiar el mundo, por lo cual debía concentrarse, como se concentraban los modernos de entonces, en cambiar los vestidos, las formas de hablar o versificar. Los antiguos intentaban frenar esos cambios volviendo en un orden, de ahí su secreta subversión, en que no existían los reyes y los poderes establecidos de este tiempo.
Algo de eso mismo evidencia el cambio de gabinete reciente. Ni la política económica, ni la de seguridad, ni la de inmigración, ni la comunicacional siquiera han sido tocadas. El gobierno no las ha tocado porque no se pueden tocar. Monoexportador, triste, rabioso, segregado, maltratador, sin imaginación ni ambición, sin ganas, pero más vivible que los vecinos, este estado minúsculo por fuera y gigante por dentro, este país congelado productivamente, neoliberal por fuera y clientelista por dentro, no se puede cambiar.
No lo hizo Bachelet 1 ni 2, ni Piñera 1 ni 2. No lo hará el Presidente Boric. No lo hará por buenas razones, porque Chile no quiere ese cambio que quiere creer que quiere, y por malas razones, estas mismas, ese cambio tiene costos y riesgos que nadie en la política chilena quiere asumir (y debería hacerlo).
Así el giro hacia las canas de este nuevo gabinete era simplemente inevitable. Después de todo, el plebiscito del 4 de septiembre se planteó justamente en ese terreno, el de los antiguos y los modernos. Ganaron por goleada los antiguos. El gobierno se demoró 6 meses en tomar nota de este cambio esencial en la sociología del país, pero lo hizo radicalmente entregándole un gabinete al que no se le puede calificar de otra manera que de “retro.”
¿Significa que los antiguos tienen razón en todo y siempre y los modernos están siempre equivocados? Soy de los que me tomé en serio la crítica a los 30 años. De los que piensa aún hoy que el estallido se debió en gran parte a que algo no hicimos bien los que nos preciábamos de estar cerca del pueblo.
La discusión profunda sobre este y otros temas no llegó nunca y se pasó de “no son 30 pesos, son 30 años” a subir el costo de la vida más de lo imaginable nunca y llamar a los cuarteles a todos los reservistas, generales de otra batalla de los que no se puede negar las medallas, pero que no se sabe aún si sabrán usar el nuevo armamento a su disposición y las nuevas estrategias para ganar en este nuevo territorio la batalla.
Por de pronto, en un gesto de orgullo que lo honra, el Presidente dejó en su lugar a Marco Antonio Ávila. Su desempeño ha sido menos que discreto, pero el episodio con la diputada Delgado de alguna forma lo blindó por unos meses al menos.
Tampoco Giorgio Jackson, cuyo desempeño tampoco resulta alentador, se vio en peligro quizás porque el Presidente necesita, en un gabinete en que cada vez conoce menos nombres, de su lealtad a toda prueba. Esta es la razón de la misteriosa sobrevivencia de la ministra Orellana a pesar de su notoria impopularidad en un puesto donde todos los gobiernos anteriores han conseguido aplausos cerrados.
Alberto Van Klareven es a primera vista el hombre gris que la Cancillería necesita. Un profesional impecable e impaciente que tendrá la gracia de no tener algún golpe de imaginación. Jessica López viene del Banco del Estado donde hizo carrera y que simboliza a la perfección. Exalumna del Liceo 1, comunista de joven y socialista después, número puesto de cualquier comisión o directorio en que su seriedad es requerida.
Jaime Pizarro, al que llamaban el Käiser, es el único futbolista de primera línea sin líos, ni vicios, ni locuras conocidas. Eterno capitán es un perfecto mediocampista, hábil en recuperar el balón, capaz de pensar siempre en donde adelantar. Tan eficaz como jugador que como técnico, tan bacheletista como colocolino, es difícil imaginar un mejor nombre para la cartera que asume.
En Cultura el Presidente nombró a quien es quizás el mayor exponente vivo de la cultura concertacionista: Jaime de Aguirre, músico, productor, ejecutivo de radio y televisión es un hombre de inmensa inteligencia y sentido común. Nadie he visto en mi vida negociar mejor, porque nunca he visto a nadie comprender mejor lo que el otro quiere. Uno no sabe, claro, que quiere Jaime de Aguirre. Lo cierto es que quería una cosa en Filmo Centro y otra en TVN y otra en Chilevisión, cosas a veces contrarias y contradictorias, pero siempre con impecable éxito de rating y de auspiciadores y con un olfato también impecable donde podrían brillar los talentos a su disposición.
Está por verse como su infinita capacidad de sobrevivencia podrá con un ministerio en que habita el invierno de todos los descontentos, mucho de ellos justificados, y un mundo cultural que lo dio todo por el proyecto de Boric y ha recibido menos que nadie. Un mundo que sí creyó que algo con esta generación iba a cambiar. Algo de un pasado que Jaime De Aguirre simboliza demasiado bien. En resumen, el cambio, tan improvisado y accidentado como suele ser cada acto importante que este gobierno, constituye un cambio profundo más en la forma que en el fondo.
Si Carolina Tohá y Ana Lya Uriarte eran la bienvenida a los padres, el nuevo gabinete constituye la irrupción de los abuelos. No es una mala noticia: en la casa de la centroizquierda no sobra nadie. Otra cosa es que no nos olvidemos demasiado pronto que fuera de esta casa hay un pueblo impaciente y alerta, estresado y rabioso que necesita con urgencias signos y señales de que alguien los está escuchando.
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