-“Inacabada” es una novela muy personal y es inevitable hablar de tu propio tránsito. ¿Quisiste contar lo que te había pasado?
-La novela está nutrida de reflexiones de mi propio tránsito. Pero claro, no es mi historia, no es mi mamá la que aparece allí, pero sí está súper claro que el recurso creativo es que esa experiencia es la mía.
-En la novela la protagonista se llama Juana, intenta conversar con su madre, pero no puede. Es como un diálogo imposible. ¿Te pasó algo parecido?
-Me pasó algo parecido, porque mi mamá necesitaba tiempo para procesar la noticia del tránsito y porque el tránsito es una experiencia muy asimétrica en cuanto a la paternidad y maternidad y a las personas que somos hijas. Nos está pasando algo maravilloso, estamos saliendo para afuera, nos estamos encontrando y a los padres y madres se les está muriendo un hijo.
Entonces tienen un tiempo de duelo que es muy distinto al tiempo de la expresión de la identidad que está viviendo una. Me di cuenta que si apuraba a mi madre, la arrinconaba, no era posible que me entendiera. Tenía que darle cancha.
-Una cosa que es muy delicada y que tiene mucho significado es el nombre; el nombre que eliges, el nombre que dejas; y en el libro, por ejemplo, a veces la madre se equivoca y menciona el nombre anterior. ¿Cómo es ese camino de desarrollar un nombre propio y distinto?
-Pasan dos cosas. Una es la socialización del nombre nuevo, que está lleno de dificultades y errores y de tropiezos. Y esos errores y tropiezos yo los celebro; no soy estricta con alguien si me trata como masculino o se le sale mi nombre anterior: no me parece terrible. Me parece que estamos aprendiendo tanto las personas que transitamos como las que están fuera del tránsito.
Y en ese sentido creo que es interesante, un espacio gris, donde incluso puede estar presente mi versión anterior y la actual. Los nombres son bacanes, o sea tú tienes hijos y al ponerles un nombre es un momento en que el nombre cae con todo su peso y ese nombre es. Esos son los nombres de tu hija y de tu hijo. El nombre tiene la facultad de hacer aparecer algo.
-¿Tu nombre anterior no te gustaba?
-Nunca me gustó. Era un nombre que estaba partido en dos: era Juan José y no me identificaba ni con uno ni con el otro. En 1988, cuando tenía siete años, se estrenó La Sirenita y apareció esta princesa rebelde llamada Ariel que estaba bajo el agua y que no le hace caso a su papá y que se va a la superficie a buscar donde ella cree que está su felicidad. Me pareció una figura femenina muy subversiva y muy híbrida en su feminidad. A ese nombre le puse atención y después empecé a ver Robotech, una serie de dibujos animados, donde había una alien que se llamaba Ariel y que cuando llega a la Tierra pierde la memoria. Era preciosa. Y después Shakespeare tiene una Ariel en La Tempestad, que es el hada que no tiene género y es súper interesante.
-O sea, ¿ese nombre te rondaba hace tiempo?
-Me acuerdo que en el colegio, cuando leímos La Tempestad hubo una discusión en el curso sobre si Ariel era hombre o mujer y a mí se me salía el corazón por la boca, porque me parecía interesante que un nombre pudiera plantear esa pregunta. Es cierto lo que dices: ese nombre Ariel ha estado acompañándome por algún tiempo. Creo que siempre fue mi nombre.
-¿Cómo ha sido para ti este tránsito?
-El tránsito ha sido muy bacán, muy gozoso. Las personas que transitamos le ponemos fin a un período de larga reclusión.
-¿De depresión?
-Exacto. Pero dejar atrás tu masculinidad en ningún sentido es triste. ¿Has visto las serpientes que cuando cambian la piel no hay una nostalgia por la piel anterior? Queda ahí tirada sin remordimiento. Lo difícil fue antes. Lo difícil para mi fue vivir 37 años con la inquietud de si iba a hacerlo o no; si iba a taparlo, evadirlo, sin nombrarlo.
-¿Y contarlo a la familia o amigos fue complejo?
-Sí. Fue difícil porque en el fondo hay un salto de fe. Yo no me veía como una mujer. Si yo le decía a alguien “soy una mujer”, pensé que me iban a llevar al Peral (hospital psiquiátrico) y me iban a poner una camisa de fuerza. Eso es lo que pensé que podía pasar. Me daba miedo quedar como loca.
-¿Sentiste mucho rechazo?
-No. Me encontré con una reacción súper amorosa. Aunque no les era fácil, su respuesta fue como de no entender, de no saber. Pero amorosamente.
-¿Físicamente cómo te has sentido?
-Increíble. Imagínate que, por ejemplo, yo antes jamás me sacaba la polera para ir a la piscina, en la playa lo pasaba pésimo, me moría de calor. Tenía una relación súper tiesa con mi cuerpo. Y una vez que me depilé las piernas, me empezaron a aparecer las pechugas, pude también experimentar una expresión más femenina de mi cuerpo. Me siento muy cercana a mi cuerpo.
-Desde un punto de vista más político o social, ¿cómo observas la reacción que provocan los trans en la sociedad?
-Evidentemente no estamos en una sociedad que esté reflexionando sobre el tránsito, sino que más bien hay un choque de fuerza. No estamos en un momento de diálogo, estamos en un momento de enfrentamiento y en ese sentido es una etapa cultural, social y políticamente muy dura para las personas transgénero.
-Otro tema en el libro el suicidio. ¿Es una experiencia personal también?
-Si. El suicidio es como una tradición familiar, en mi caso fue mi abuelo materno y mi papá. Y en ese sentido, ese punto final parecía estar trazado en mi biografía, a cierta edad. Los dos llegaron a esa decisión cercanos a los 40. Y yo hice mi tránsito un poco antes de los 40. Entonces, decidí que si no tomaba acciones con respecto a lo que me hacía muy infeliz en mi vida, muy posiblemente iba a terminar como ellos. La decisión del tránsito me abrió la posibilidad de un desvío de la ruta del suicidio.
-El libro plantea una reflexión muy interesante sobre la obra de arte inacabada, que uno podría relacionar con el suicidio.
-No lo había pensado, pero tienes razón. Hay una interrogación con lo que queda pendiente, qué significa abandonar una obra a mitad de camino y romper la promesa de un final. En las obras que están sin terminar, aparece un vacío, una ausencia, algo que se dejó de hacer. Y en ese sentido, hay una relación entre lo inacabado y el suicidio.
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