Agosto 22, 2024

Algunas (pocas) notas sobre la izquierda y el Estado. Por Juan Luis Ossa

Historiador e investigador de Horizontal
El ministro de Energía, Diego Pardow. Crédito: Agencia Uno.

El principal error de la nueva izquierda es la creencia de que el beneficio público sólo puede ser proveído por lo estatal. Hasta que eso no cambie, hasta que no acepten que la sociedad civil y los privados pueden ejercer un rol público a veces tanto o más relevante que el Estado, el FA y el PC seguirán chocando ante la multiplicidad de actores e intereses que día a día colaboran entre sí, sean ellos estatales o no.


Hace unos días, el ministro de Energía, Diego Pardow, sostuvo que lo “más seguro para la ciudadanía” sería “tener alguna parte de la distribución eléctrica bajo la figura de una empresa estatal”. De esa frase se desprende que la solución a la crisis provocada por el último sistema frontal pasaría por una compañía dependiente del Estado, considerado, es de suponer, como un proveedor neutral, eficiente y eficaz.

La frase de Pardow es importante al menos por dos motivos. En primer lugar, porque resume la que a estas alturas parece ser una muletilla del FA y del PC: cada vez que hay un problema, la respuesta pasa por el Estado. En segundo, y como consecuencia de lo anterior, el argumento del ministro refleja que la izquierda aún no es capaz de hacer una diferenciación conceptual medianamente convincente entre lo estatal, lo gubernamental, lo público y lo privado.

Veamos.

El Estado es una creación humana cuya principal función es ejercer el monopolio de la fuerza de manera legítima en un espacio y tiempo determinados. Humana y no divina, porque está pensado en base a ciertas costumbres y reglas concretas que, se supone, nos permiten vivir en sociedad sin hacernos daño los unos a los otros. Sin esas costumbres y reglas, el caos se expandiría y la voz del más fuerte reinaría.

Hay, por supuesto, distintos tipos de estados y diferentes formas de ejercer el poder estatal.

Thomas Hobbes lo describió como un Leviatán, es decir, como un monstruo de múltiples cabezas al que los individuos de una u otra manera habrán de subordinarse y rendirse. Publicado en 1651, el libro de Hobbes ha servido desde entonces para fines muy diversos, aunque en general se ha utilizado su teoría sobre el Estado y el contrato social para justificar la concentración de la toma de decisiones en un reducido número de personas. No es de extrañar que el teórico inglés recelara de la separación de los poderes.

Si bien una nueva literatura sobre la construcción de estatalidad ha cuestionado la verdadera capacidad del Estado hobbesiano a la hora de ejercer su influencia material, lo cierto es que para muchos el Leviatán continúa siendo un modelo a seguir.

Es lo que ocurre en la actualidad en países donde el Estado tiende a confundirse con el proyecto político de un caudillo o líder todopoderoso. Algunos ejemplos en Latinoamérica: Nicolás Maduro o Nayib Bukele (nótese que las diferencias ideológicas entre ambos son, en este caso, menos importantes que las prácticas caudillescas a las que se han aferrado). Hacia el oriente encontramos a Vladimir Putin o al turco Recep Tayyip Erdoğan, los dos en el gobierno hace años y sin muchos deseos de abandonarlo.

Ahora bien, las democracias liberales que funcionan –me temo que son cada vez menos– tienen una concepción del Estado diametralmente distinta.

Por de pronto, la separación de los poderes es una condición sine qua non de su existencia, en tanto la democracia representativa supone el equilibrio y fiscalización mutua de las partes que conforman el Estado. El apego irrestricto al mandato constitucional que las sostiene es otra de sus características, como lo es también la alternancia pacífica en el poder. Esto último es sumamente relevante, ya que permite diferenciar el Estado de lo propiamente gubernamental. El Ejecutivo es, en efecto, sólo un subsistema dentro del gran sistema estatal.

Es decir, el Estado y el gobierno no son lo mismo: mientras el segundo cambia cada cierto tiempo, el primero está llamado a mantenerse por sobre la contingencia política. El problema es que demasiadas veces se les ha usado como conceptos intercambiables.

Me temo que ese es el principal inconveniente de la frase de Pardow. ¿Qué quiso decir cuando hizo referencia a tener una empresa eléctrica estatal? ¿No es acaso común que las empresas estatales terminen controladas por los operadores de turno que dependen, a su vez, de los nombramientos de los gobiernos de turno? ¿De verdad cree el ministro que una empresa estatal, por el mero hecho de ser estatal, habría evitado el descalabro eléctrico? ¿Por qué cierta izquierda cae una y otra vez en la monserga estatista, tal y como si se tratara de una entelequia siempre lista para salvarnos hasta el fin de los tiempos?

Se pueden avanzar muchas respuestas para estas preguntas. No obstante, permítanme concluir con una idea que, creo, resume el principal error de la nueva izquierda: la creencia de que el beneficio público sólo puede ser proveído por lo estatal. Hasta que eso no cambie, hasta que no acepten que la sociedad civil y los privados pueden ejercer un rol público a veces tanto o más relevante que el Estado, el FA y el PC seguirán chocando ante la multiplicidad de actores e intereses que día a día colaboran entre sí, sean ellos estatales o no.

En resumen, a la pregunta por “más” o “menos” empresas estatales, las respuestas son simples y directas: depende dónde, cuándo, por qué y bajo qué costo. Sin la reflexión y los estudios correspondientes, es altamente probable que, parafraseando a John Locke, le estemos regalando al gobierno una parte significativa de nuestra vida y nuestra libertad.

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