Irán atacó a Israel el fin de semana pasado y por la televisión pudimos ver a la cúpula de hierro en pleno funcionamiento. Un poco antes de eso fueron los pilotos de Jordania que con sus jets lograron derribar varios cohetes de los extremistas chiitas. Los Sauditas hicieron lo propio con los misiles que cruzaron su espacio aéreo y los Emiratos Árabes Unidos colaboraron con Israel con inteligencia crucial antes de los ataques. Desde acá el enredo monumental de medio oriente, que tiene al mundo en vilo, se pierde entre de tanta ordinariez grabada, choreos vía convenios truchos y sueldos inverosímiles por hacer poco y nada. Queda un sabor amargo y aunque es rico el bitter, mejor no andar por la vida con ese sabor en la boca.
El enemigo de mi amigo es mi enemigo, y eso difícilmente cambiará. Tal vez la guerra es inherente al ser humano, sin embargo es posible soñar con un mundo en paz, incluso es posible soñar con nuevas formas de hacer la guerra. Eso hizo el francés Charles Fourier en 1816. El mismo año en que nosotros estábamos en serios problemas con los malditos Talaveras de la Reina, Fourier escribió la Guerra Mundial de los Pequeños Pasteles, incluida en su libro Le Nouveau Monde Amoureux. Fourier, el primer socialista utópico, soñaba con el fin de la civilización y con un mundo orientado al placer basado en el sexo y la comida. El nuevo orden se llamaría Armonía y las batallas se librarían entre ejércitos que competirían por hacer los mejores patés y suflés, lo que parece ridículo, pero no tanto si tenemos en cuenta que se han librado guerras eternas por asuntos religiosos, motivadas por cosas como la defensa de la transubstanciación, que en ningún caso han valido los ríos de sangre que han derramado.
Fourier no solo exaltó el placer erótico, sino que fue aún más lejos en su obsesión por la comida: “en Armonía, nuestros apetitos aumentarán: comeremos al menos doce comidas al día de doce platos cada una, y nuestros sistemas digestivos mutarán para poder manejar alimentos ricos y vinos finos sin problemas”. Fourier inventó una nueva ciencia, la gastrosofía, que sería realizada por chefs expertos a los que honraríamos como honramos a reyes y presidentes, a grandes artistas o a físicos cuánticos. La economía de Armonía se basaría en la horticultura y sus sociedades voluntarias de amantes de las frutas, comprometidas en una feroz competencia entre sí para cultivar las mejores peras y manzanas, tratando su trabajo como una festividad y un culto, participando en grandes banquetes y rituales de cosecha. Además Fourier, un visionario, fue el primer feminista y llegó a afirmar que “el grado de emancipación de la mujer en una sociedad es el barómetro general por el que se mide la emancipación general”.
Yo me declaro convencido. Después de leer al francés no pude sino soñar con nuestro país finalmente libre de ataduras en que ha triunfado no solo el sexo y la gastrosofía, sino también la desregionalización. En nuestro nuevo orden, que podríamos llamar Ravotrimapu,
se logrará consolidar a la inmensa mayoría de la población en una sola gran ciudad, la Megalópolis de Santiago, ahorrándonos las enormes dosis de fealdad que aportaban nuestras antiguas ciudades pueblerinas. En el resto del país habrá pueblos cuidadosamente conservados en los que habitarán un máximo de 999 personas. Ahí se cultivarán las más deliciosas frutas, verduras y se criarán animales. En San Pedro de Alcántara crecerá la mejor caña de azúcar, en Olmué unas aceitunas guatonas como ciruelas, salsifí en La Calera, carretillas de acedera en Lo Abarca y las pechugas de las gallinas de Zúñiga no tendrán rival en el mundo. El que quiera podrá ir de pueblo en pueblo buscando el hinojo más tierno y el más fragante estragón para la bearnesa. Habrá cebollas perlas para tirar a la chuña, nabos bola de oro y al pisar Capitán Pastene se hablará italiano instantáneamente. Las costas se volverán a plagar de cochayuyos y hasta en los casinos de los colegios servirán pescados de roca hechos a punto.
En momentos de incertidumbre es razonable ponerse a soñar incluso a planificar un viaje a Jerusalem. Antes que amargarse siempre es mejor alegrarse por el nacimiento de una guagua, porque otros superan su enfermedad o porque amaneció y se ve esplendoroso el cerro Manquehue. También pensar que si todo se jode, mejor haber comido muy bien anoche, y haberse tomado porque sí ese vino caro que guardaba para una ocasión especial. Todo por pasar una noche espectacular en que lo único amargo sea el chocolate. Algo es algo.
Esta brillante receta de mi tía Lucía Santa Cruz es fácil, rica y tranquilizadora. Al menos a mi, saber que en la noche descansa un filete en el refrigerador saborizándose lentamente, me produce un buen dormir y jamás un sabor amargo. Con esta receta puede cocinar a la segura.
1 filete de vacuno
Pimienta
1/4 de taza de aceite de oliva
3/4 taza de aceite de soya
1/2 taza de cilantro picado fino
1/2 cabeza de ajo pelado sin germen, picado
Sal
Limpie bien el filete y póngale abundante pimienta. En un bol mezcle el aceite, la soya, el cilantro y el ajo y ponga el filete a marinar al menos por 12 horas dándolo vuelta un par de veces para que se impregne bien de los sabores de la marinada.
A continuación ponga el filete con todos los jugos de la marinada en una asadera y lleve al horno a 200º por 20-25 minutos. Retire, agregue un poco de sal y deje reposar la carne 10 minutos antes de cortarla. ¡A gozar!
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Algo es algo: Como de otro país. Por Juan Diego Santa Cruz (@jdsantacruz).https://t.co/iGBUJTj5fB
— Ex-Ante (@exantecl) September 27, 2024
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