La verdad, no tengo palabras para describir algunos platos veganos. Ellos tampoco. Se la pasan imitándonos a nosotros los omnívoros. Hamburguesas, queso o pollo son algunas de las palabras que usan libertinamente. Otra palabra abusada es leche, que en el caso vegano es de almendras; al menos yo, nunca he visto ordeñar un árbol.
En el boliche vendían hamburguesas de lentejas que no son hamburguesas y que podrían llamarse lenteguesas y pollo deshilachado hecho de garbanzos, que no es pollo, y que podría llamarse garpollo, garbage o garchado, qué sé yo. Juan Antonio Labra nunca fue Michael Jackson ni Kenita la Cameron Díaz. Gato por liebre. Nada en qué usar los caninos.
En aquel ambiente el silencio e apoderó de mi comensal y de mí. No nos quedó otra que escuchar las conversaciones de los clientes aledaños. Invariablemente se jactaban de lo que no comían y describían con entusiasmo un sinnúmero de alimentos orgánicos libres de muchas cosas incluyendo el sabor, imagino yo.
Los veganos podrían hablar hasta por los codos de cómo la berenjena absorbe el aceite de oliva, el particular dulzor del zapallo italiano que, junto a la tímida acidez de los tomates, la carnosidad de los pimentones, el suave picor de una cebolla mezclados con la fragancia del laurel y del ajo, hacen el fiel ratatouille provenzal, un pisto manchego o un turlu turlu de Turquía.
La magnífica huerta romana con espléndidos espárragos, las variedades de papas del reino inca o los choclos de los aztecas no son dignos de mención. Grandes preparaciones como el gazpacho andaluz, el dahl de la india o la pastelera chilena con harta albahaca, no son caballitos de batalla del vegano. Les importan un pepino.
Millones de platos a los que hincarle el diente pero prefieren la preparación llamada seitán, que es proteína de gluten con el aspecto de lengua de vaca famélica. Le dicen “carne de trigo”. Lo probé. Lo hacen salteado y consiguen la textura de una toalla mojada y el sabor del abandono. El asunto es ético y político. No importa lo que se come, lo importante es lo que no se come. No como, luego existo, parece ser el lema vegano.
Si la motivación fuese pienso, luego existo, probablemente el símbolo vegano sería la alcachofa. Es una verdura magnífica que no acepta ser devorada por impacientes que quieren entrarle con tenedor y cuchillo y ponerle una mascada sin haberla cocinado. Hasta consigue darle unos buenos pinchazos en los dedos a los atarantados.
Para comerlas se requiere elegancia y paciencia. Hoja por hoja untadas en finas salsas se avanza hasta llegar al fondo, al corazón, al trofeo máximo. La alcachofa no acepta ser comparsa de bistecs ni pollos. Es la estrella de un gran plato vegano, y lo es desde el renacimiento.
Así es. Desde el siglo XVI las alcachofas fueron la pasión de los Médici en Florencia, de Francisco I en Francia y de Enrique VIII en Inglaterra. Todos tenían abundantes huertos con este generoso vegetal. Catalina de Médici, quien se convertiría en reina de Francia, nuera de Francisco I y responsable de llevar el tenedor a Paris, comió tantas alcachofas en su matrimonio que casi explota. Le tomó varios días desinflarse y eso que tenía catorce años. Era el año 1575. Poco después repitió la hazaña, pero con melones. Deberían ungirla como la santa patrona del veganismo.
Podría pensarse que los veganos se jactarían de tener acceso a los vegetales más frescos, pero la cosa no va por ahí. Es un grupo que intenta pasar su existencia sin rozar a los integrantes de la granja de los animales. Ni siquiera andan a caballo ni usan chalecos de lana. Son de naturaleza urbana y con aversión al campo lindo. Coincidentemente les interesa poco la historia del cultivo de los vegetales, que es central en la historia de la humanidad.
Así las cosas, el movimiento vegano lejos de resaltar la gloria de las verduras, se concentra en mostrar la supuesta ruina de nosotros, los omnívoros con colmillos diseñados para comer carne. A pesar de sus intentos, seguiremos usándolos. Algo es algo.
Turlu Turlu (Para 4 personas)
Este plato funciona como plato único o de acompañamiento. Si lo va a comer con carne o pescado le sugiero no agregar los garbanzos, ni invitar al amigo vegano. Si usted es del tipo de persona que no come pero se alimenta, no deje fuera este ingrediente porque es una buena fuente de proteína. A decir verdad, es un gran plato para comer acompañado de quien sea.
La preparación es parecida al ratatouille pero con las verduras asadas y con papas y zanahorias. Las semillas de cilantro son cruciales para el éxito de este plato. Las venden en la feria pero cuesta encontrar en el supermercado.
Ingredientes:
Precaliente el horno a 200°C.
Ponga una cucharadita de sal fina sobre los zapallos italianos y las berenjenas y déjelos reposar en un colador de tallarines durante 20 minutos para que se deshidraten un poco. Luego enjuáguelos con agua fría.
En un bol grande mezcle la berenjena, la cebolla, el ajo, los pimientos, las zanahorias y las papas con el aceite de oliva, las semillas de cilantro y un poco de sal y pimienta. Revuelva muy bien. Luego extienda la mezcla de verduras en una bandeja de horno grande, para que quede solo una capa de verduras (si quedan unas encima de otras, las verduras se cuecen al vapor en lugar de asarse) y llévelas al horno precalentado.
La idea es que algunas de las verduras se coloreen o se caramelicen mientras se asan. Deles una vuelta cada 15 minutos para evitar que se quemen. Después de 45 minutos, agregue los zapallos y cocine por otros 15 minutos.
Mientras tanto caliente los garbanzos con la passata o salsa de tomate en una olla pequeña y compruebe la sazón. Ahora agregue la salsa a las verduras y también el cilantro y el perejil. Revuelva sin miedo y sirva de inmediato.
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