Los mentirosos hacen perder el tiempo. Los peores son los que tienen argumentos pseudo científicos para sus patrañas y que siempre terminan siendo desmentidos. No crea que es sólo un problema de platillos voladores y remedios truchos para la caída del pelo. La mentira pega duro en la cocina y la propagan incautos que para ablandar los locos le ponen un corcho a la olla. Aunque hay chivas que son buenas. Cuando aprendí a cocinar me tragué por completo el mito de tirar los tallarines a la pared para comprobar que estuvieran al dente. Es lindo el deporte del lanzamiento del spaghetti.
En la mesa, las viejas supersticiosas le traspasan sus miedos atávicos a los niños temerosos. Sueltas de cuerpo dicen: ¿acaso no sabe que brindar con agua trae la mala suerte niño?; ¡los ajos son sólo para espantar vampiros mijito!. Y la más cruel: trece personas en la mesa pueden terminar costándole la vida al más viejo de los comensales.
De esta última cantinela fui víctima un par de veces y me tocó quedar a mi suerte en la mesa del pellejo solitario, sólo por ser el menor de un contingente de trece. Condenado al ostracismo en una mesa separada, una de ésas plegables, para que no se fuera a morir nadie. Porque el que se moriría era el más viejo pero el que pagaba el pato era el más joven. Tretas de huasos mayores: los mismo que convencían a los huasos púberes de ponerse grasa de carreta en el pecho para que les salieran pelos.
Esos huasos eran malos pero si hay que nombrar al peor de todos, ése se llama Justus von Liebig.
El científico alemán von Liebig gozó desde temprana edad de un ímpetu investigador sobresaliente. Entre sus logros están haber descubierto que las plantas se alimentan gracias de nitrógeno, del dióxido de carbono del aire y de los minerales del suelo. Como si eso fuera poco, en 1840 creó el fertilizante de nitrógeno que cambió la agricultura para siempre.
Es fácil advertir que el Sr. Von Liebig gozaba de merecido prestigio por su aporte al desarrollo científico. Pero como no todo es filete en la vida, el alemán cayó bajo y nos hizo un tremendo daño al aseverar que la mejor forma de preparar una carne jugosa era cocinarla a fuego fuerte hasta que se sellara por fuera para que así los jugos cárnicos quedaran atrapados en su interior.
Así no más. A pesar que la tradición era cocinar la carne a fuego lento y sólo al final apurar el fuego para darle color, von Liebig publicó en 1847 su libro “Investigación de la química de los alimentos” y argumentó que tan importante como la fibra de la carne, era comer los jugos de ella porque éstos contenían varias sustancias químicas importantísimas y esos líquidos se perdían en el asado convencional. Para retener los jugos y alcanzar una calidad nutricional óptima, la carne se debía dorar a la plancha antes de hornearla. Más dudoso que estudio de la Fundación Sol.
Hasta Escoffier, padre de la cocina francesa moderna, pisó el palito y en su ”Guide Culinaire’’ de 1903 escribió que el objeto de sellar la carne antes de brasearla era “retener los jugos de la carne, que de otra forma escaparían”. Algo así como hacerse la cirugía estética para retener la belleza interior.
Todavía es creencia nivel gato negro entre cocineros de pelo blanco y también algunos chefs, que al poner carne cruda al sartén y sellarla, ésta conservará sus jugos en el interior a medida que se vaya cocinado. Vuelta y vuelta y a la mesa. Selle el tapapecho y luego 3 horas al horno a fuego lentísimo y quedará jugosísima. Chiva. Son los mismos cocineros que de curados se les cae el corcho a la olla y se excusan diciendo que es para ablandar los locos.
La mentira se propagó, tal vez, debido a que la cocina se desarrolló por mucho tiempo como una artesanía y no como una ciencia. Si el maestro decía que la carne se sellaba para conservar los jugos, se aprendía, se obedecía y se traspasaba la mala práctica a la próxima generación de cocineros.
Para fortuna de todos, en 1984 Harold McGee publicó el libro “On Food and Cooking: The Science and Lore of the Kitchen.” Al cocinar un bife, McGee se dio cuenta que al sellar un lado de la carne, salían los jugos por el otro. Gracias a McGee nos acordamos que a veces para aprender basta sólo con observar y sabemos que la conclusión de von Liebig era chiva. Chiva tal vez involuntaria, pero chiva. Una chiva que duró más de 100 años y que como las supersticiones de vieja alcahueta, de a poco llegan a su fin. Algo es algo.
Ingredientes:
Preparación. Precaliente el horno a 160º C (a fuego medio). Ponga sal y pimienta a la carne y deje reposar el mayor tiempo posible, ojalá 1 hora al menos. Si no tiene tiempo, no importa. Saltee la carne en un sartén para darle color y sabor (ya sabe que no hará nada por conservar sus jugos).
Ponga la carne en una asadera. En un bolo combine todos los ingredientes de la salsa y póngalos por encima y por debajo de la carne. Cocine por 3 horas tapado con papel de aluminio. A medio camino destape la asadera y ponga unas buenas cucharadas de la salsa sobre la carne. Al terminar las tres horas, saque del horno y deje reposar 10 minutos antes de cortar y servir.
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