He tenido la suerte estos días de recorrer varias ciudades o pueblos pequeños del sur de Italia entre Sicilia y Puglia. Algunos están en paisajes lindos y otros no tanto, la mayor parte de ellos tiene zonas antiguas que datan de siglos o incluso milenios, los cuales se mezclan o colindan con calles y comercios comunes y corrientes de arquitectura contemporánea, más bien setentera y sin atractivo alguno.
Abundan al lado de las carreteras y caminos rurales obras inconclusas, gasolineras abandonadas, sitios eriazos con maleza y vehículos variados oxidándose, intercalados con plantas industriales o bodegas y comercios bien instalados.
La foto de esta parte de Italia da cuenta de los tiempos difíciles que han pasado, de las décadas en las que la inversión cayó, del despoblamiento por la brutal caída de la natalidad que se arrastra hace mucho.
Pero la foto es dispareja, no es igual en todas partes. Italia es un país, al igual que el nuestro, donde hay un gobierno central y congreso que pasan por movimientos pendulares, donde ha sido difícil resolver muchos de los problemas urgentes que les aquejan. No lograban los acuerdos necesarios.
La señora Giorgia Meloni es la última de una serie de líderes que está tratando de lograr avances, esta vez con algún éxito en lo económico, aunque a costa de peleas con sus pares en la UE. Las regiones italianas tienen sus propias realidades y también participan en el juego de producir reglas, políticas públicas y gestionar bienes para sus habitantes, con logros y fracasos variopintos.
Sin embargo, lo que quiero destacar hoy es la experiencia visible de gestión pública en tres pueblos. La diferencia de gestión y progreso a lo largo de décadas que han logrado los residentes y autoridades municipales en Alberobello (donde estoy escribiendo ahora), Matera y Cefalú. Pueblos ignotos para la mayor parte del mundo, que viven una agradable y feliz existencia a la sombra del global conocimiento y aglomeración turística de Roma, Venecia, Florencia o Siena.
Hay pueblos pequeños con un patrimonio arquitectónico e histórico admirable por toda Italia, pero no todos lo aprovechan. La mayoría no logra convertir ese patrimonio potencial en prosperidad y oportunidades de desarrollo para sus habitantes. Los tres que mencioné sí lo hicieron y eso me llevó preguntarme cómo lo hicieron. La respuesta no está escrita en una plaza, pero es fácil deducirla, porque se puede hacer la ingeniería inversa a partir de lo que hay y de lo fue para ver qué se necesitó entre medio para mejorar.
La línea base es otro pueblo ignoto, Cosenza. Este tiene un centro antiguo increíble, en la ladera de una colina entre dos ríos de Cantabria. Pero a Cosenza no llegan buses con jubilados alemanes todos los días a tomar fotos en la plaza de la catedral. No se ven familias con niños locales y turistas haciendo fila para comprar un helado. No, en el centro histórico de Cosenza no hay restoranes, gelaterias ni tiendas de recuerdos. Los callejones medievales tienen basura y muchos gatos, y los edificios en la noche no se iluminan para las fotos, son lúgubres y muestran la decrepitud de una magnificencia olvidada, y sólo transitan por ellos unas pocas personas que arrastran décadas sobre sus curvadas espaldas.
Las peculiares casas baja de techo cónico cubierto de placas de piedra de Alberobello, llamadas Trullo, seguramente estuvieron muy descuidadas y feas hace 50 años y sus callejones también deben haber tenido olor a pichí de gatos. Pero desde hace años ya no es así. Hoy todos los Trulli están con sus muros de piedra o recubiertos de estuco, impecablemente blancos, los techos con sus musgos son perfectos. Sus calles de piedra llegan a ser resbalosas de limpias, hay trabajo de sobra en tiendas y restoranes, las familias llevan sus hijos al colegio. En las esquinas no hay un tarro basurero, hay cuatro, uno para plásticos, uno para vidrio, otro para papel y uno para todo lo demás.
El resultado actual solo es posible luego de un trabajo de muchos años a lo largo de los cuales hubo unidad de propósito, un plan de mediano y largo plazo. No solo eso, tiene que haber habido un acuerdo y compromiso amplio, porque a los alcaldes y concejales acá también los cambian con elecciones, pero no ocurrió que alcalde que llegó decidió pintar las casas verdes o dejar que cada uno las pintara como se le ocurriera. No, por décadas han mantenido objetivos transversalmente.
Los jóvenes de Alberobello se cortan el pelo y se hacen tatuajes como los de Chile, pero no andan rayando con grafiti los muros de su ciudad, tampoco orinan en las calles ni abandonan botellas de cerveza o vino en las plazas donde se juntan. Eso es educación, se logra con años en los que los padres y los profesores han inculcado el amor por su ciudad, por la cultura y tradición que representan esos trulli y la importancia que tienen para su vida actual. Seguramente desde niños aprenden su historia, los dibujan y hacen maquetas en sus clases de arte y deben hacer trabajos y exposiciones en clases de lenguaje.
Los mozos en los restoranes hablan inglés, otros francés alemán o castellano. Su educación en este pequeño pueblo tuvo el foco y visión suficiente para abrirles estas puertas.
Uno puede imaginar a un alcalde y algunos empresarios locales en los setenta discutiendo sobre cómo de hacer de Alberobello un lugar para que su gente tuviera trabajo, que pudieran quedarse y no emigrar a Roma o Milán.
Pensaron responsablemente un plan, seguramente les tomó tiempo acordarlo, discutirlo con partisanos y contrarios, con los profesores, con los comerciantes, con los dueños de las docenas de casitas de piedra y techo cónico seguramente usadas como bodegas o pobres viviendas.
Se deben haber equivocado más de alguna vez, y deben haber encontrado problemas nuevos ¡Estacionamientos!, ¿qué hacemos si cientos de turistas vienen en auto?
En lugar de culpar al anterior, abandonar lo hecho y empezar de nuevo, buscaron soluciones en conjunto, coherentes con lo que habían hecho y con el plan largo.
Matera es similar, siendo su área histórica mucho más grande y con una geografía más complicada que la de Alberobello. Y allí están sus casas cuevas, sus construcciones medievales agarradas a las pendientes, todo limpio, sin grafitis en las piedras milenarias, sin perros vagos ladrando o atacando a los transeúntes, los cuales no tienen que andar esquivando la caca en las veredas.
Por las callejuelas de la pequeña Cefalú en Sicilia, pasan cientos de turistas. Los domingo, con sus mejores ropas, viejos y jóvenes salen a caminar a su plaza, escuchan su banda, se juntan con amigos y miran la catedral enorme que un rey normando mandó a construir para descansar allí cuando llegara su hora.
Ponerse de acuerdo en el color de las casas, en que las calles estén limpias, y hacer lo necesario para que así ocurra por mucho tiempo. Pequeños grandes acuerdos, con una visión.
Si esta lectura lo hace pensar sobre el triste estado Valparaíso, del centro de Santiago o Viña del Mar, no es casualidad. A mi me pasó lo mismo.
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