Es común que los políticos digan que la elección en disputa es la más importante del último tiempo. En el caso de Estados Unidos, algunos han llegado a sostener que se trata de la más relevante de nuestras vidas, incluyendo las que vienen. Ese es el nivel de dramatismo que muchos le confieren a la elección presidencial del martes 5 de noviembre, sobre todo tomando en cuenta que, con voto voluntario, mucho depende de la capacidad de los candidatos de movilizar a sus bases.
En este caso, el miedo y la rabia son los principales motores motivacionales. Por el lado de los Demócratas, el miedo a una segunda presidencia de Donald Trump que termine por herir de muerte a la democracia norteamericana. Por el lado, de los Republicanos, la rabia contra una izquierda woke que corrió el cerco cultural y los humilla desde su pedestal de superioridad moral.
La campaña de Kamala Harris no partió así. Después de la bajada de Joe Biden, su energética entrada no sólo infundió ánimo en las huestes sino que les permitió soñar con una elección que pensaban perdida. Emulando el HOPE (esperanza) de Obama, Harris acuñó el JOY (alegría). Ambos sentimientos positivos, que buscan contagiar optimismo. Eso cambió en las últimas semanas, en parte porque el mismo Trump se ha encargado de meter miedo. Mucho miedo.
Sobre Trump se decía que sus detractores lo tomaban literalmente, pero no seriamente, mientras sus simpatizantes lo tomaban seriamente, pero no literalmente. Ahora los Demócratas lo toman seria y literalmente. Su reciente retórica sobre el “enemigo interno” ha calado hondo en una parte de la población: ¿realmente vamos a elegir un presidente que usará todo su poder para perseguir opositores, cobrar cuentas personales, avivar la hostilidad contra las minorías, y eventualmente perpetuarse en el cargo, como ha deslizado de una u otra forma en sus mítines?
La verdad es que el Trump de 2016, al menos, transmitía un mensaje que representaba a millones de estadounidenses que se sentían marginados, silenciados, y agraviados por una elite política “globalista” e insensible a sus dolores. El Trump de 2024, en cambio, es principalmente una colección de quejas personales y discursos deliberadamente ofensivos. Cuesta encontrar algo inspirador, capaz de unir al país en una visión común. En 2016, Trump ganó porque movilizó la rabia contra el establishment. En 2024, la protagonista es su propia rabia.
Según Adam Gopnik, los observadores del fenómeno se dividen en dos bandos: los minimizadores y los maximizadores. Los primeros creen que Trump es pura boca, que -como buen entertainer– sólo le interesa el rating, que las instituciones gringas ya demostraron resiliencia, y que es normal en la vida democrática de los pueblos que los “inaceptables” se vuelvan “aceptables”. Los segundos lo ven como un tirano en potencia, un proto-fascista, un villano de película, dispuesto a todo por satisfacer su ego. Ese es el problema con Trump: habita una zona gris, un espacio de incertidumbre, muy propio de los procesos de “erosión democrática” contemporánea.
Por lo mismo, Harris dice que esta elección es una oportunidad para “dar vuelta la página”. No deja de ser paradójico, porque son ellos los que están en el poder. Pero pareciera que la elección no se trata de la continuidad de los Demócratas en la Casa Blanca, sino de un referéndum sobre el estilo Trump. Una oportunidad para cerrar una era de polarización afectiva sin precedentes en la política norteamericana. No recuerdo una elección menos “programática” que esta: aquí todo se trata de convencer a los tuyos de la pesadilla que sería el país si ganan los otros.
La campaña de Trump ha llevado esta lógica al extremo. Sus últimos anuncios televisivos meten susto con millones de inmigrantes tatuados cruzando el Río Grande para cometer crímenes y masivas operaciones de cambio de sexo financiadas con el dinero de los contribuyentes. Del lado de Harris, la estrategia es advertir a las mujeres que Trump es un peligro cierto para sus derechos reproductivos. Michelle Obama -tal como lo hizo nuestra Michelle en el segundo plebiscito constituyente- se ha encargado de subirle el volumen a esa canción. Como en muchas partes del mundo, el nuevo clivaje en Estados Unidos es el género: el voto femenino se presume progresista, el voto masculino se anticipa conservador. Movilizar a las mujeres -a través del miedo- puede ser la clave de la victoria de Harris.
Más de algún Republicano también quiere que pierda Trump. Esta elección sería fácil, dicen, si hubieran escogido a alguien con menos rechazo. En los temas culturales, el partido Demócrata de Harris y compañía está a la izquierda del votante estadounidense promedio. En los temas económicos, bien podrían conservar el populismo proteccionista que instaló Trump por sobre la ortodoxia libertaria. Pero ninguno de los contendores internos prendió. Ron De Santis se desfondó. Y la elección de JD Vance como compañero de fórmula descolocó: se supone que había que conquistar al “votante medio”, no consolidar el -consolidadísimo- flanco derecho. Pero Trump se ha demostrado capaz de birlar la sabiduría acumulada de los politólogos.
Por eso el lugar común de esta elección -junto con ser la más importante de nuestras vidas- es que se trata de la carrera más empatada de la cual se tenga memoria. Todo se reduce a un puñado de estados bisagra, lo que anticipa un resultado lo suficientemente estrecho como para que Trump cumpla su promesa y no reconozca una eventual derrota. Ahí la cosa se pone fea. Más fea que una campaña que ha oscilado entre el miedo y la rabia.
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